El siglo de Jesús de Nazaret (y II). Alguna conclusión.

Un jilguero toma el sol de la tarde balanceándose en la ramita de un álamo


De los tres grupos descritos, sólo los fariseos se enfrentaron y mantuvieron una continua disputa con Jesús. Los saduceos aparecen al final, cuando Jesús, convertido en un fenómeno social, movilizaba a las masas y empezaba a ser visto como un peligro político. Hasta entonces, solo habían protagonizado alguna que otra disputa en el plano dialéctico (las “trampas saduceas”), dirigidas, más bien, a poner en evidencia delante del pueblo la autoridad de Jesús. De los esenios no hayamos mención alguna en los textos neotestamentarios, lo cual podría deberse a que no atacaron a Jesús ni lo vieron como una amenaza. Los zelotes, sí que aparecen. Incluso algunos de los discípulos de Jesús lo fueron, como Simón y probablemente, también Judas Iscariote. Al principio, depositaron algunas expectativas en Jesús por su capacidad para atraer y movilizar al pueblo pero se desengañaron pronto, al comprobar que Jesús iba por un camino muy distinto y no albergaba plan político alguno. Con todo, la conversión de Simón, apodado “el zelote” prueba que Jesús logró alejarlo de planteamientos violentos.


La más obstinada, tenaz e implacable oposición a Jesús vino del grupo de los fariseos. El odio que le tenían era tal que no pasó mucho tiempo antes de desear sin miramientos quitarlo de en medio. El problema fue que no encontraban la manera de conseguirlo ya que el pueblo estaba de su parte, lo cual les condujo durante algún tiempo a la situación de tener que aguantar y esperar su momento.

Al margen de estos grupos y sectas quedaba la gente humilde: pobre e ignorante pero orgullosa de pertenecer al pueblo elegido. Un pueblo que intentaba sobrevivir en medio de la violencia de la época, con una religiosidad sincera pero encauzada y dirigida por maestros tan acomodados como distantes.

Un pueblo que  con frecuencia era visto con desconfianza y desprecio por esos mismos letrados y maestros de las Ley. Así los habitantes de Galilea, la fértil y poblada región del norte, considerada medio pagana por su “contaminación” helenista. Y los de la región del centro, Samaria, aún peor, descendientes de los asirios que en el siglo VIII arrasaron el reino del norte y deportaron o asesinaron a la población masculina mezclándose con sus mujeres. Los samaritanos no reconocían el monte del Templo como lugar de culto a Dios, por eso se les tachaba además de herejes. Muchos judíos preferían dar un rodeo antes que atravesar Samaria. Finalmente, estaban los habitantes de Judea, en el sur. Tradicionalmente los más fieles y conservadores. Una región cuya riqueza y prosperidad se debía principalmente al Templo de Jerusalén que atraía durante todo el año y especialmente durante las fiestas principales a peregrinos devotos procedentes de todo el mundo. Jerusalén era el centro de la vida religiosa de todo la nación judía, en ella residía la aristocracia, una nutrida burguesía y una población numerosa que le servía.





¿Se puede compartir sin reservas el mismo credo desde posiciones y puntos de vista tan diferentes? ¿Es factible que tales diferencias convivan o coexistan sin que ese credo se vea afectado? Porque es un hecho históricamente comprobable que en todas las religiones conviven sectas y grupos que aun sintiéndose vinculados al resto de sus correligionarios proyectan una imagen y un comportamiento diferenciados, a veces, exageradamente diferenciados.

Cuando se presta un poco de atención a esas manifestaciones o sensibilidades particulares, se advierte también un hecho curioso: independientemente de la época o de la religión, tales "formas" religiosas repiten ciertos patrones o modelos. Me refiero a que la religiosidad de los fariseos, saduceos o esenios no debería ser considerada simplemente como expresión de una época histórica remota (época que iría, más o menos, desde la época de los Macabeos hasta la destrucción del Templo). Más útil sería apreciarla como arquetipos que se repiten a lo largo de la historia. Hoy podemos reconocer aún vivo y actuando el espíritu fariseo, con sus virtudes y defectos, con sus ventajas e inconvenientes; lo mismo se podría decir del saduceo o el estilo de vida de los esenios. Y no estoy dirigiendo la mirada a la religión judía, a la que conozco más bien poco, sino a la cristiana; podría incluso aventurarme a reconocer su vigencia en ideologías ateas de nuestro tiempo como el marxismo: no creo, por ejemplo, que la ocurrencia de Unamuno de reconocer en el pensamiento materialista de Marx la influencia del judaísmo saduceo sea descabellada (véase su conocido ensayo “La agonía del cristianismo”).

Por eso me pareció interesante dedicarles un poco de tiempo. La disputa que Jesús de Nazaret mantuvo con ellos (básicamente con fariseos y saduceos) sigue vigente en la actualidad. Esa disputa sigue produciéndose en nuestra propia vida, individual y colectiva, destapando al fariseo y al saduceo que aún pervive en nuestro tiempo. El que no se ha percatado, el que no se reconoce a sí mismo, con frecuencia, en sus acciones cotidianas, como un fariseo o como un saduceo, no creo que pueda, de verdad, entenderla.  


Las palabras que Jesús les dedicó, no nos engañemos, no han quedado como anécdotas de otra época, se refieren también a nosotros.