De los tres grupos descritos, sólo los fariseos se enfrentaron y mantuvieron una continua disputa con
Jesús. Los saduceos aparecen al
final, cuando Jesús, convertido en un fenómeno social, movilizaba a las masas y
empezaba a ser visto como un peligro político. Hasta entonces, solo habían
protagonizado alguna que otra disputa en el plano dialéctico (las “trampas
saduceas”), dirigidas, más bien, a poner en evidencia delante del pueblo la
autoridad de Jesús. De los esenios
no hayamos mención alguna en los textos neotestamentarios, lo cual podría deberse
a que no atacaron a Jesús ni lo vieron como una amenaza. Los zelotes, sí que aparecen. Incluso
algunos de los discípulos de Jesús lo fueron, como Simón y probablemente, también Judas
Iscariote. Al principio, depositaron algunas expectativas en Jesús por su
capacidad para atraer y movilizar al pueblo pero se desengañaron pronto, al
comprobar que Jesús iba por un camino muy distinto y no albergaba plan político alguno. Con
todo, la conversión de Simón, apodado “el zelote” prueba que Jesús logró
alejarlo de planteamientos violentos.
La más obstinada, tenaz e implacable oposición a Jesús vino
del grupo de los fariseos. El odio que le tenían era tal que no
pasó mucho tiempo antes de desear sin miramientos quitarlo de en medio. El problema fue que no
encontraban la manera de conseguirlo ya que el pueblo estaba de su parte, lo
cual les condujo durante algún tiempo a la situación de tener que aguantar y
esperar su momento.
Al margen de estos grupos y sectas quedaba la gente humilde:
pobre e ignorante pero orgullosa de pertenecer al pueblo elegido. Un pueblo que
intentaba sobrevivir en medio de la violencia de la época, con una religiosidad
sincera pero encauzada y dirigida por maestros tan acomodados como distantes.
Un pueblo que con
frecuencia era visto con desconfianza y desprecio por esos mismos letrados y
maestros de las Ley. Así los habitantes de Galilea,
la fértil y poblada región del norte, considerada medio pagana por su “contaminación”
helenista. Y los de la región del centro, Samaria,
aún peor, descendientes de los asirios que en el siglo VIII arrasaron el reino
del norte y deportaron o asesinaron a la población masculina mezclándose con
sus mujeres. Los samaritanos no reconocían el monte del Templo como lugar de
culto a Dios, por eso se les tachaba además de herejes. Muchos judíos preferían
dar un rodeo antes que atravesar Samaria. Finalmente, estaban los habitantes de
Judea, en el sur. Tradicionalmente
los más fieles y conservadores. Una región cuya riqueza y prosperidad se debía
principalmente al Templo de Jerusalén
que atraía durante todo el año y especialmente durante las fiestas principales
a peregrinos devotos procedentes de todo el mundo. Jerusalén era el centro de la vida religiosa de todo la nación
judía, en ella residía la aristocracia, una nutrida burguesía y una población
numerosa que le servía.
¿Se puede compartir sin reservas el mismo credo desde
posiciones y puntos de vista tan diferentes? ¿Es factible que tales diferencias
convivan o coexistan sin que ese credo se vea afectado? Porque es un hecho
históricamente comprobable que en todas las religiones conviven sectas y grupos
que aun sintiéndose vinculados al resto de sus correligionarios proyectan una
imagen y un comportamiento diferenciados, a veces, exageradamente
diferenciados.
Cuando se presta un poco de atención a esas manifestaciones
o sensibilidades particulares, se advierte también un hecho curioso:
independientemente de la época o de la religión, tales "formas"
religiosas repiten ciertos patrones o modelos. Me refiero a que la religiosidad
de los fariseos, saduceos o esenios no debería ser considerada simplemente como
expresión de una época histórica remota (época que iría, más o menos, desde la
época de los Macabeos hasta la destrucción del Templo). Más útil sería
apreciarla como arquetipos que se repiten a lo largo de la historia. Hoy
podemos reconocer aún vivo y actuando el espíritu fariseo, con sus virtudes y
defectos, con sus ventajas e inconvenientes; lo mismo se podría decir del
saduceo o el estilo de vida de los esenios. Y no estoy dirigiendo la mirada a
la religión judía, a la que conozco más bien poco, sino a la cristiana; podría
incluso aventurarme a reconocer su vigencia en ideologías ateas de nuestro
tiempo como el marxismo: no creo, por ejemplo, que la ocurrencia de Unamuno de
reconocer en el pensamiento materialista de Marx la influencia del judaísmo
saduceo sea descabellada (véase su conocido ensayo “La agonía del
cristianismo”).
Por eso me pareció interesante dedicarles un poco de tiempo. La disputa que Jesús de Nazaret mantuvo con ellos (básicamente con fariseos
y saduceos) sigue vigente en la actualidad. Esa disputa sigue produciéndose en nuestra propia vida, individual y colectiva, destapando al
fariseo y al saduceo que aún pervive en nuestro tiempo. El que no se ha
percatado, el que no se reconoce a sí mismo, con frecuencia, en sus acciones
cotidianas, como un fariseo o como un saduceo, no creo que pueda, de verdad,
entenderla.
Las palabras que Jesús les dedicó, no nos engañemos, no han
quedado como anécdotas de otra época, se refieren también a nosotros.