La operación de socorro fracasó y la posición de Igueriben fue asaltada y masacrada. El comandante Benítez, previendo lo que estaba a punto de ocurrir, dio la orden de evacuación: una parte de los oficiales cubrirían los flancos para que la tropa pudiera avanzar barranco abajo en dirección a Annual y el resto, incluido él mismo, se quedaría sin rendirse ni abandonar a los heridos. Su última transmisión fue:
“Sólo quedan doce cargas de cañón, que empezaremos a disparar para rechazar el asalto. Contad los disparos y al duodécimo, fuego sobre nosotros”.
¿Qué es el honor?
Eso debió preguntarse el comandante Benítez y el resto de sus oficiales aquel fatídico 21 de julio de 1921 tras 5 días de asedio. Tal vez su entendimiento, al igual que el nuestro, no lo tuviera claro, pero para su voluntad no cabía, con toda seguridad, la menor duda.
La RAE lo define como la virtud que lleva al cumplimiento del deber y enaltece al que por ella se conduce. Y se podría añadir: virtud que se hace especialmente patente cuando las circunstancias se tornan adversas y hostiles. Situaciones difíciles que convierten tal cumplimiento en un acto de abnegación o sacrificio. De ahí que, el honor se asocie con cualidades tales como el pundonor, la hombría, la honradez y hasta la vergüenza y eleve la estima y la reputación del que ha demostrado poseerlo.
El honor es un medidor fiel del sentido de la responsabilidad y contribuye a formar el semblante moral de las personas. Como suele pasar con el resto de las virtudes, muestra todo su esplendor solo en medio de circunstancias excepcionales.
En ocasiones, el honor de unos pocos logra librarnos de las desastrosas consecuencias de la incompetencia, mediocridad e irresponsabilidad de muchos. Pero en el resto de los casos, como ocurrió en Igueriben, solo sirve de contrapunto a la miseria de esas conductas, lo único que se salva, lo único que queda para dejarlas al descubierto.