Isla de los museos, Berlín. 8 de octubre de 2011
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La verdad no existe, es una creación de la voluntad, individual o colectiva.
Nietzsche lo pensaba y explicaba de este modo: “La vida quiere ficción, vive de la ficción”. Sin embargo, la historia europea del siglo XX nos ha dado una gran lección en sentido contrario: la vida sin verdad no es vivible. Que haya verdad, que tenga sentido vivir es una necesidad incondicional del hombre. Y siempre que en la historia se ha ensayado a fondo sustituir la verdad por cuentos, mitos o utopías el experimento nos ha traído consecuencias desastrosas.
Tras los felices años veinte Europa se encaminó, sin saber nadie bien cómo, hacia un escenario de barbarie y violencia en el que se cometieron las más horrendas atrocidades. ¿Cómo llegó la humanidad europea a ese extremo? La tendencia colectiva a olvidar la verdad nos pone en alguna pista segura sobre las causas.
Ortega fue quizá el único intelectual de su tiempo que vislumbró en el horizonte lo que se avecinaba (véanse "El tema de nuestro tiempo", 1921 o “La rebelión de las masas”, 1930), cuando escribió: “las masas y colectividades pueden vivir sin verdad: no son de ella ni menesterosas ni capaces. Lo cual hace sospechar que las masas y colectividades no son el hombre o son sólo un modo extraño, deficiente, de lo humano”.
Fascismo, nazismo y comunismo desplegaron un poder de seducción sobre las masas difícilmente imaginable hasta entoces. Los partidos impulsores de esas utopías recibieron la adhesión incondicional de millones de individuos, constituidos en una militancia feroz y fanática como nunca antes se había visto. Con apoyo tal, no les resultó difícil hacerse con el control del poder público y con asombrosa rapidez transformarlo en un estado totalitario.
Checkpoint Charlie, Berlín, 1961
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El film “La deuda” nos traslada a esa época, dirigiendo su mirada, una vez más, a las atrocidades perpetradas sobre los judíos por la Alemania nazi. Lo hace desde una distancia temporal de 20 años, sin volver a meternos de lleno en el horror. Este enfoque me parece muy original porque ahorra cierto cansancio a un público que con regular periodicidad asiste al estreno de películas que recrean el holocausto. Además, tal perspectiva sitúa al espectador en un plano más propicio para la reflexión.
La trama de la cinta se desenvuelve más o menos así: El Servicio de Inteligencia israelí, en 1965, localiza el paradero de uno de los criminales nazis más buscados: un cirujano del campo de concentración de Birkenau que había realizado en seres humanos, niños incluidos, los experimentos más espantosos. Lo encuentra residiendo en el mismo Berlín (en la zona comunista), llevando una vida normal: se ha casado y se gana la vida como ginecólogo ayudando a concebir a parejas infértiles (¡qué tremenda paradoja!). Tres agentes (una mujer y dos hombres) son enviados para capturarlo y ponerlo a disposición de la justicia.
La operación se realiza con bastante precisión pero, en el último momento, surge un contratiempo y fracasa, obligando a los agentes a esconderse por tiempo indefinido y a retener con ellos al monstruo. La situación, tan imprevista como incómoda y desagradable, da pie al escenario donde se desarrolla buena parte de la película. El criminal, con malévola astucia, consigue trabar un hilo de comunicación con los guardianes. Su objetivo no es otro que hacerles cometer un error que le permita escapar. Tiene suerte, se sale con la suya y escapa. Los agentes, consternados, se conjuran para ocultar la verdad y fingen haberlo eliminado mientras huía.
Pasan más de 30 años, estamos en el presente, y el azar se va a encargar de revelar su paradero. Los tres agentes han cargado todo ese tiempo con una mentira que ha terminado cambiando sus vidas. Ahora sienten el inesperado hallazgo como una amenaza ante la que reaccionan de manera diferente cada uno…
Monumento al Holocausto, Berlín. 8 de octubre de 2011 |
Sin embargo, durante el tiempo que duró el cautiverio, ninguno de los tres cedió a la tentación de ejecutar al preso, a pesar de que motivos y ganas no les faltaron, se comportaron con una integridad total. De hecho, esa integridad mezclada con una comprensible debilidad humana los volvió “vulnerables” a las hábiles maquinaciones del torturador, propiciando un error que puso en peligro sus vidas y permitió la fuga.
Los agentes del Mossad no actuaron como los nazis. No se comportaron como autómatas sirviendo a un estado totalitario. En su trato con el preso no olvidaron que eran personas: ellos y el preso. Su conducta lo deja bien claro: pudieron liquidarlo pero no lo hicieron.
La situación del preso es justamente la opuesta. Revela sin pudor que no se arrepiente de nada porque no hizo “personalmente” nada incorrecto: solo era un científico al servicio del estado, un funcionario. Se limitó a hacer su trabajo, a cumplir lo que se le mandaba. Su conciencia, si es que la tenía, permanecía siempre al margen. Por eso le resulta tan fácil incorporarse a la vida civil y pasar por un ciudadano ejemplar, sin ningún remordimiento. Se hace viejo, muy viejo, goza de una salud de hierro y sobrevive a todo y a todos. Su longevidad parece dar la razón a los que opinan como Nietzsche.
Sinagoga en Berlín. 8 de octubre 2011
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Aún así, en mi opinión, el mayor acierto de la cinta reside en el énfasis que pone en resaltar el valor (o ¡el precio!) de la verdad para la vida humana. La masa, lo colectivo, puede vivir sin verdad, puede prescindir de ella y a menudo ni siquiera la soporta. Las personas, en cambio, si dejan fuera de su vida la verdad, dejan también fuera el sentido de su existencia. Se deshumanizan, se rebarbarizan. De ahí que afirmara antes que se trata de una necesidad “incondicional” del hombre. Porque sin verdad no hay hombre. No parece cierto que la vida auténtica “quiera” la ficción, “viva” de ella, la colectiva, la de la gente, puede que sí, pero tampoco por mucho tiempo. La verdad existe, es real mientras hay vida humana auténtica y, como todo lo real, se hace notar: se resiste a ser suplantada y sigue machaconamente actuando en ella como una deuda que exige ser saldada.