Marismas del río Piedras, Huelva. 2011 |
Cada año y por la misma fecha vuelvo a toparme con él. Su figura indómita y vociferante emerge una y otra vez del aparente olvido y me recuerda algo que me es difícil de asimilar: tienes que nacer de nuevo para que el misterio de Dios te toque.
Lo más difícil de entender de Juan el Bautista no tiene que ver tanto con su extraño "look" o estilo de vida como con la propuesta "imposible" que lanza, su propuesta "estrella": ¡vuelve a nacer!
Jesús se expresaba en idénticos términos. Lo podemos constatar en el diálogo con Nicodemo, el fariseo curioso que quiso entrevistarse con él de noche para que nadie se enterara. Lo de Juan, por tanto, no era una simple ocurrencia, una manera de hablar. Jesús -repito- le contó lo mismo a Nicodemo.
Pero ¿realmente es posible volver a nacer? Umm... Difícil cuestión. ¿Quién podría aclararla? Lo propio sería que lo hiciera Juan, hijo de Zacarías. El Bautista hace de portero del evangelio, se halla en el umbral mismo de lo que está a punto de acontecer. Por eso Jesús dice: "No ha habido hombre nacido de mujer más importante que Juan pero el más pequeño de mi Reino lo es". Todo lo que haga -y no solo lo que diga- ese portero ayudará. Y qué hace Juan. Veámoslo.
El joven Juan pertenecía a la casta sacerdotal pero pronto se desligó del servicio al Templo. Renunció al oficio que había heredado de su padre Zacarías y se marchó al desierto. Vivía a la intemperie, se cubría con una piel de camello y se alimentaba de insectos y jugo de dátiles silvestres. De esta guisa se presentó a la orgullosa nación israelita y desde aquellas pedregosas soledades vociferó a los cuatro vientos que la venida del Mesías era inminente y que había que prepararse. Lo extraño fue ver al pueblo acudiendo en masa a tan inhóspito escenario a escucharlo.
La gente no entendía lo de "prepararse" y le chocaba el énfasis que el bautista ponía en la importancia o necesidad de la "preparación". Pero también estaba convencida de que Juan era un auténtico profeta, así que le preguntaron "¿Qué tenemos que hacer?".
Para ellos "prepararse" no podía significar otra cosa que "esperar con ilusión" el regalo que Dios les había prometido a través de Abrahán, su antepasado. Se habían criado con la creencia de pertenecer a un pueblo "escogido” y ser "herederos" de aquella promesa. No hacía falta hacer nada más. Simplemente esperar.
Pero Juan, desde aquella tierra seca, empleando una extraña pedagogía basada en un lenguaje directo, incisivo y áspero, sembró la incertidumbre y la duda en aquella gente. Sin ambages les decía: “Raza de víboras, no os hagáis ilusiones creyendo que sois hijos de Abrahán, pues Dios puede sacarle hijos a Abrahán hasta de estas piedras" (Mateo 3,9)¹. Así pretendía sacudir su conciencia y abrirla a la posibilidad de que la descendencia de Abrahán quizá no tuviera solo que ver con la consanguinidad, con un linaje de sangre.
Tras el desconcierto inicial lo que se volvía urgente era aclarar de una vez lo que significaba "descendencia de Abrahán". Ahí radicaba para Juan lo esencial, lo que realmente "preparaba" para la venida del Mesías.
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Esa historia que se repite una y otra vez se convierte en "nuestra" historia, una historia, por tanto, de "rabiosa actualidad"... ]
[¹NOTA del 14/01/2018: releyendo estas líneas y repasando el pasaje de Mateo donde se relatan los hechos referidos, advierto que el texto hace una distinción entre la gente en general y los "fariseos y saduceos" en particular. Es a estos últimos a los que Juan Bautista llama "raza de víboras". Lucas, en cambio, habla en general, sin establecer matices. Acudo también al cuarto evangelio para ver si arroja alguna luz al respecto. Y en efecto, el evangelio de Juan aclara bastante. En él se refleja la diferente actitud de unos y de otros. La del pueblo llano, abierta y sin prejuicios, y la otra, la de los ilustrados y poderosos, crítica y desconfiada. Estamos, pues, ante dos actitudes encontradas. La primera llevará, como después se vio, a acoger el reino de Dios; la otra, la de los poderosos y "entendidos" a rechazarlo.
Con la mano en el pecho me pregunto con cuál me identifico yo de verdad. Hasta qué punto estoy dispuesto a "romper" con lo propio, con mis creencias más arraigadas, para abrirme a lo nuevo, a lo no-propio, no-heredado, no-recibido aún (no hay apertura a lo nuevo sin que antes lo propio se rompa; sin ruptura es imposible la apertura: esta ley es más verdadera que la de la gravedad); a cambiar, en definitiva, todo lo que hasta ahora me daba seguridad por eso otro tan "inconsistente" y "poco fiable" que brota del "no saber" y del "no tener".
¿El relato de Mateo alude únicamente a un hecho ya pasado, a otro pueblo, a otra gente, a otra mentalidad o nos interpela también a nosotros, a los hombres y mujeres actuales? La respuesta creo que la podemos encontrar en lo que escribíamos al principio, es decir, en aquella cita milenaria, renovada cada año y por el mismo tiempo.
¿El relato de Mateo alude únicamente a un hecho ya pasado, a otro pueblo, a otra gente, a otra mentalidad o nos interpela también a nosotros, a los hombres y mujeres actuales? La respuesta creo que la podemos encontrar en lo que escribíamos al principio, es decir, en aquella cita milenaria, renovada cada año y por el mismo tiempo.
Esa historia que se repite una y otra vez se convierte en "nuestra" historia, una historia, por tanto, de "rabiosa actualidad"... ]