La RAE lo define de varias maneras, una de ellas lo explica como “abundancia de cosas no necesarias”, por tanto, prescindibles, superfluas. Visto así, se entiende que en ocasiones lleve implícito el derroche y el despilfarro pero no en otras. El lujo también admite una apreciación positiva que lo empareja con la generosidad y la magnificencia. Me voy a explicar poniendo un ejemplo, a propósito de una película que vi hace algunos años.
Me refiero a la secuela de “El silencio de los corderos”, dirigida por Ridley Scott en 2001, y cuyo título lleva el nombre de su protagonista: “Hannibal”. La más que favorable impresión que me produjo la primera parte (creo que se estrenó en España en 1993) me animó a volver al cine y volver a saber del personaje Hannibal Lecter. No me hice muchas ilusiones pero, tratándose de un film dirigido por Ridley Scott, sabía que tampoco iba a salir decepcionado. Pensaba que una secuela tardía de la obra maestra de Jonathan Demme, ganadora de cinco premios Oscar y considerada una de las cien películas más representativas del cine americano, no tendría mayor aspiración que aprovechar el tirón de su antecesora. No obstante, pude comprobar, una vez más, la capacidad de Ridley Scott para pulir y rematar sus trabajos con recursos artísticos excelentes, de auténtico lujo. Uno de esos recursos es colaborar con grandes compositores musicales. En este caso, pero también en muchos otros, el elegido fue el alemán Hans Zimmer. Otro, su habilidad para crear atmósferas sugestivas.
Fruto de esa sinergia entre música y ambiente brotan de la cinta momentos sublimes. Y por aquí viene lo que me refería al principio. La escena se desarrolla en Florencia, en un apacible jardín al aire libre, bajo la tibia y acogedora luz de la luna. Allí encontramos congregado a un selecto grupo de personas: intelectuales, artistas, personajes públicos… Y en él, perfectamente integrado, al Dr. Hannibal Lecter, reconvertido ahora en bibliotecario. El grupo está escuchando un aria romántica, una romanza. Durante unos escasos instantes, enajenado por la atmósfera de la plácida noche y las hermosas voces de la joven pareja de intérpretes, el tiempo parece retroceder al Renacimiento, transportándonos a la primavera de una época rendida al amor cortés.
La escena quedó ahí, y con ella buena parte del contenido de la película, pero no así la huella que dejó en mí la "magia" de ese momento.
Varios años después viendo otra película de Ridley Scott, “Kingdom of Heaven” volví a disfrutar de ese encaje perfecto entre imágenes y banda sonora. En esta ocasión se trataba de otro gran músico, el inglés Harry Gregson-Williams, de la misma generación y nacionalidad que Rachel Portman (“The Cider House Rules”, “Chocolat”). La película no estaba mal pero su banda sonora era francamente buena. No dudé en comprar el CD para seguir oyéndola en casa. No obstante, sufrí una pequeña decepción al no hallar la pista de una de sus mejores piezas, un aria de gran belleza que me resultaba familiar.
No recuerdo bien cómo logré averiguar cuál era la pista que faltaba pero al fin supe que se trataba de una obra compuesta por el músico irlandés Patrick Cassidy, con letra inspirada en un soneto de Dante Alighieri titulado “Vide Cor Meum” (“Mira mi corazón”) dedicado a su amada Beatriz, y que apareció por primera vez, qué casualidad, en la banda sonora de “Hannibal”, en aquella escena nocturna del jardín florentino. El director la había rescatado para hacerla sonar de nuevo en un momento bastante conmovedor, el funeral del joven rey Balduino de Jerusalén, muerto con 24 años a causa de la lepra. ¿No es como mínimo sorprendente que se componga una pieza clásica con su coro y orquesta para que aparezca solo fugazmente en una película que dura más de 140 minutos? Porque piezas que reúnan esas características no faltan en el repertorio clásico. Es más, cuando la oí por primera vez en la película “Hannibal” di por hecho que efectivamente se trataría de alguna pieza clásica. Pero no, se trataba de una obra original, compuesta sólo para la ocasión y de un nivel extraordinario. Esta es la clase de lujo que quería resaltar, un lujo tal vez innecesario pero nunca superfluo, un lujo que está muy próximo a la pura generosidad, al espléndido derroche. He aquí otra razón por la que este director de cine escocés se encuentra entre mis favoritos.