Agua y Fuego (II). Fe y creencias.

Pleamar al atardecer en las marismas del río Piedras, Huelva. 2011

“Raza de víboras, no os hagáis ilusiones creyendo que sois hijos de Abrahán, también Dios puede sacar hijos de Abrahán de estas piedras" (Mateo 3,9).

Este era el "recado" que traía Juan Bautista. Y gente de todos los rincones de Israel acudieron al desierto para escucharlo. 

Podríamos especular mucho sobre la clase de impresión que las palabras de aquel hombre fornido, de vida ascética y discurso tan áspero, produjo en aquellas personas pero una cosa es segura: las tomaron en serio. El pueblo,  pese a su ignorancia y desorientación, supo reconocer a Juan como un auténtico profeta, un profeta "como los de antes". Los letrados, fariseos y las autoridades del Templo, en cambio, recelaron desde el principio de él, viéndolo como un heterodoxo, un agitador, un peligro público. Este hecho, repetido mil veces en la historia de las religiones, incluida la cristiana, da que pensar.

Mas la intención de Juan no era esparcir la zozobra en el pueblo "elegido", ya de por sí desorientado y confuso, sino justo lo opuesto: ayudarlo a comprender lo que significaba esa "elección". 

¿A qué apelaba Juan con su mensaje? ¿Cuál era la piedra de toque? Sin duda, la fe. El pueblo creía que la descendencia de Abrahán era un linaje de sangre y que la pertenencia a ese linaje constituía una "garantía" para recibir la herencia que Dios había prometido a Abrahán. 

Pero Juan les hace ver la cosa de modo muy diferente. Descendiente auténtico de Abrahán es quien tiene la fe de Abrahán. El linaje no es suficiente, ni siquiera necesario. Como hace constar san Pablo, Abrahán estaba ya "muerto" cuando recibió la promesa de Dios. En la mentalidad de la época, llegar a viejo sin hijos equivalía a estar "muerto". Esta era justamente la situación de Abrahán cuando tomó la decisión de salir de su casa. Abrahán había asumido que el linaje de su familia no tendría continuidad a través suya y abandonando la esperanza "biológica" se entregó totalmente a otra clase de esperanza, la que va unida a la fe. 

Juan, por tanto, animaba a la gente a lanzarse a esa misma aventura, a la aventura de la fe, tal y como hizo el patriarca Abrahán. 

La esperanza en la promesa hecha a Abrahán que proviene de la fe convierte a cualquier hombre, sea o no judío, en continuador de su linaje y auténtico "descendiente" suyo. 

Juan les conminó a dar el primer paso. ¿Cómo? Arrepintiéndose... para empezar de nuevo. El camino de la fe se recorre al revés, es decir, comienza dándose uno la vuelta y deshaciendo todo lo andado, volviendo a empezar desde el principio. El camino de la fe es siempre un retorno, una vuelta al origen, por eso representa un auténtico renacer.

En el renacer lo viejo e inerte, lo pétreo y reseco, lo muerto que hay en la persona cede su lugar a la vida: este es el punto de partida, el comienzo de la aventura.

Para representar ese cambio de rumbo, Juan no recurre a conceptos abstractos ni a explicaciones elevadas que nadie iba a entender sino a la sencilla simbología de un rito: el rito bautismal. Usa el agua, elemento cósmico vinculado ancestralmente a la vida pero también al caos primigenio. Y desplazándose al río Jordán sumerge en su aguda viva a la persona. Durante la “inmersión”, el hombre viejo  es “acogido" por el caos informe. Lo pétreo y reseco se humedece hasta "ablandarse" y volverse fértil. El hombre que emerge del agua viva lo hace a partir de ese instante listo, preparado para recibir lo nuevo y volverse fecundo.

La voluntad de cambiar representa un avance pequeño, no hay que engañarse, porque depende de las fuerzas propias, pero suficiente para volver a la persona receptiva al don que el Mesías traerá consigo. 


El don misterioso lo trae Jesús. Y Juan no pudo reprimir su deseo de anticiparlo, de decir algo sobre la novedad: “Yo os he bautizado con agua pero uno más grande que yo y está a punto de llegar os bautizará con fuego”.