En una gran parte de los pueblos primitivos que han podido ser estudiados encontramos un hombre cuyo oficio es ponerse fuera de sí en ocasiones determinadas, usando para ello las más variadas técnicas. Unas veces es la danza orgiástica la que le hace caer en trance, otras la ingestión de bebidas alcohólicas o la masticación de sustancias estupefacientes. La finalidad de estas y otras técnicas es apagar el estado mental normal y suscitar un estado anormal de ensueño o alucinación. Dicho de otro modo: dejar de ver las cosas cotidianas que le rodean para sustituirlas por visiones. Estos “visionarios” o videntes ocupan un lugar preeminente en la colectividad a la que pertenecen, con frecuencia, el más destacado de todos.
La mentalidad primitiva cree que el ensueño, la embriaguez, el delirio y el trance nos hacen presente la “verdadera” realidad. El hombre primitivo necesita ver visiones y hacerse visionario porque ante el mundo patente, el de las cosas inmediatas entre las cuales vive, compuesto de infinitos hechos inconexos entre sí, que acontecen en infinito y arrollador torrente, se siente perdido. Ese mundo aparece ante él como una inmensa y angustiosa máscara, la cual, como toda máscara, le está ocultando otra realidad más allá de ella, que es la decisiva, una realidad no patente, secreta y arcana. Por eso el hombre primitivo como el de luego y el de siempre se afana en abrir boquetes en el falso telón que es este mundo para intentar ver a su través lo que hay detrás.
Desde mucho antes del siglo VIII (a.C.) en que vivió Amós, había en Israel un gran número de videntes o visionarios. El vocablo empleado en la Biblia hebrea para referirse a ellos es nabí, plural nebiîm que significa algo así como el “poseso”, el “exaltado”, el “vidente”, el “lunático” el “frenético”. Su profesión era muy popular, al encargarse de “administrar” las creencias más inveteradas de la gente y expresarlas como una auténtica “opinión pública”. Practicaban rituales orgiásticos, se embriagaban, se intoxicaban y todo ello a cuenta del pueblo que les pagaba un salario. Formaban comunidades gremiales, que pasaban de padres a hijos y con frecuencia se dejaban sobornar por los poderosos. Tal vez el mejor ejemplo de ello lo encontramos en la reina Jezabel, esposa del rey Ajab y los 450 adoradores de Baal que comían a su costa (I Libro de los Reyes 18,19).
El profetes no era un delirante ni un visionario, sino todo lo contrario: era el que con su mente clara (y despejada) daba sentido al ininteligible oráculo pronunciado por la frenética pitonisa. El profetes no hablaba por su cuenta, se limitaba a transmitir el mensaje divino.
Mucho tiempo después, durante el período helenístico se formó en Alejandría una muy nutrida colonia de judíos. Estos judíos helenizados que solo hablaban griego no podían leer ni entender sus propios textos sagrados escritos en hebreo. En el siglo III (a. C.), Ptolomeo II encargó a un grupo de sabios judíos (la leyenda los cifra en setenta) la tarea de traducirlos. El proyecto fue muy bien acogido por la numerosa e influyente comunidad judía que pudo de este modo ilustrarse con los libros del Antiguo Testamento. Después de muchos años de trabajo, una Biblia en griego, la Biblia de de los LXX o Canon Alejandrino vio la luz y la Biblioteca de Alejandría la acogió entre sus miles de rollos. Pues bien, aquellos sabios judíos buscaron en la lengua griega un vocablo con que traducir la palabra nabí empleada en la Biblia hebrea y les pareció que profetes era el más adecuado. Así fue como una palabra griega, no hebrea ni aramea, ha llegado hasta nosotros para designar o denominar a los mensajeros de Dios en el Antiguo Testamento.
Si queda aún alguien que me haya seguido hasta aquí creo que se merece un resumen:
Fotograma de la película "300". El Trípode con piedras incandescendentes emitía los vapores que hacían entrar en trance a la sybila (Templo de Delfos). |
En una gran parte de los pueblos primitivos que han podido ser estudiados encontramos un hombre cuyo oficio es ponerse fuera de sí en ocasiones determinadas, usando para ello las más variadas técnicas. Unas veces es la danza orgiástica la que le hace caer en trance, otras la ingestión de bebidas alcohólicas o la masticación de sustancias estupefacientes. La finalidad de estas y otras técnicas es apagar el estado mental normal y suscitar un estado anormal de ensueño o alucinación. Dicho de otro modo: dejar de ver las cosas cotidianas que le rodean para sustituirlas por visiones. Estos “visionarios” o videntes ocupan un lugar preeminente en la colectividad a la que pertenecen, con frecuencia, el más destacado de todos.
La mentalidad primitiva cree que el ensueño, la embriaguez, el delirio y el trance nos hacen presente la “verdadera” realidad. El hombre primitivo necesita ver visiones y hacerse visionario porque ante el mundo patente, el de las cosas inmediatas entre las cuales vive, compuesto de infinitos hechos inconexos entre sí, que acontecen en infinito y arrollador torrente, se siente perdido. Ese mundo aparece ante él como una inmensa y angustiosa máscara, la cual, como toda máscara, le está ocultando otra realidad más allá de ella, que es la decisiva, una realidad no patente, secreta y arcana. Por eso el hombre primitivo como el de luego y el de siempre se afana en abrir boquetes en el falso telón que es este mundo para intentar ver a su través lo que hay detrás.
Fotograma de la película "300". Los videntes formaban gremios y cobraban por sus vaticinios. El puesto, a menudo, pasaba de padres a hijos. |
Desde mucho antes del siglo VIII (a.C.) en que vivió Amós, había en Israel un gran número de videntes o visionarios. El vocablo empleado en la Biblia hebrea para referirse a ellos es nabí, plural nebiîm que significa algo así como el “poseso”, el “exaltado”, el “vidente”, el “lunático” el “frenético”. Su profesión era muy popular, al encargarse de “administrar” las creencias más inveteradas de la gente y expresarlas como una auténtica “opinión pública”. Practicaban rituales orgiásticos, se embriagaban, se intoxicaban y todo ello a cuenta del pueblo que les pagaba un salario. Formaban comunidades gremiales, que pasaban de padres a hijos y con frecuencia se dejaban sobornar por los poderosos. Tal vez el mejor ejemplo de ello lo encontramos en la reina Jezabel, esposa del rey Ajab y los 450 adoradores de Baal que comían a su costa (I Libro de los Reyes 18,19).
Fotograma de la película "300". La sybila o pitonisa, fuera de sí entra en trance y danza |
En otra parte del mundo mediterráneo oriental, no muy lejos de allí, en Grecia, había unos hombres adscritos a los templos donde se emitían los oráculos, como Delfos y Dodona, cuya misión consistía en interpretarlos, esto es, aclarar o explicar los rumores y palabras casi ininteligibles que pronunciaba la visionaria, pitonisa o sibila, cuando entraba en trance. Por lo visto, en una parte del recinto templario existía un agujero, una hendidura o grieta, que accedía a una profunda cavidad por la que fluía una corriente subterránea que desprendía o emanaba ciertos gases “tóxicos”. Sobre ese boquete se colocaba un trípode y en ese objeto se apoyaba la pitonisa, suponemos que inclinando levemente la cabeza, para inhalar los gases mefíticos que la embriagaban. La creencia popular inveterada era que a través de ese agujero, las primitivas divinidades subterráneas hablaban a los hombres. Por ese boquete (“boca pequeña”, oraculum en latín) era por donde llegaba la inspiración divina. La palabra griega que aludía al oficio de aquellos hombres era profeta (profetes).
Fotograma de la película "300". La sybila en pleno trance, sudorosa y exhausta,
emitía el ininteligible oráculo que había de ser interpretado
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El profetes no era un delirante ni un visionario, sino todo lo contrario: era el que con su mente clara (y despejada) daba sentido al ininteligible oráculo pronunciado por la frenética pitonisa. El profetes no hablaba por su cuenta, se limitaba a transmitir el mensaje divino.
Si queda aún alguien que me haya seguido hasta aquí creo que se merece un resumen:
Los videntes, nebiîm, eran profesionales adiestrados en las técnicas de la alucinación y el trance. Se organizaban en gremios y los padres enseñaban el oficio a sus hijos. La gente estaba en la creencia de que a través de ellos la divinidad se comunicaba con los hombres. Eran populares y el favor del pueblo les confería poder social y el derecho a cobrar por su servicio aunque a menudo se dejaban sobornar por los poderosos y embaucaban a la gente con sus vaticinios.
Amós, vivió en el siglo VIII (a. C.) y escribió su libro en hebreo, el primer libro profético del Antiguo Testamento. Cuando se refiere a los videntes quiere dejar claro que él no lo es. Sin embargo, en el siglo III, la edición griega de los LXX traduce el vocablo “vidente, nabí” por “profetes, profeta” surgiendo así la confusión.
Aclarado el enigma pienso que merecería la pena indagar en los motivos de su respuesta. Y no creo ir muy descaminado al pensar que tienen que ver con su gran osadía. Pero eso lo dejo para una futura entrada del blog. Su figura de sobra la merece.