Fotograma de la película "Inception" ("Origen") |
Escribir bien, es decir, con claridad suficiente para ser entendido, no es fácil. En la entrada anterior intenté explicar el esfuerzo que supone “traducir” las ocurrencias a conceptos inteligibles con algo de gracia, esto es, con estilo. A la melodía del texto, al repertorio de ideas que contiene, hay que dotarla de ritmo para que su lectura y comprensión sean más fáciles de digerir y asimilar. La falta de claridad de muchos textos que podrían ser interesantes, con frecuencia se debe a falta de estilo.
El estilo ayuda a reconocer quién tiene ideas y sabe ponerlas por escrito. Cuando alguien posee ambas facultades cuenta con muchas posibilidades de convertirse en un comunicador de éxito. Aunque esto nunca sea seguro, en última instancia dependerá de la clase de ideas y la curiosidad que generen en un determinado momento en el público.
Otro aspecto a considerar el la autenticidad, entendida como alianza o combinación perfecta entre originalidad y sinceridad. La originalidad es la virtud que se opone a la tentación tan frecuente de repetir lo que otros ya han dicho antes y, casi siempre, mejor. Mientras que la sinceridad, un defecto más que una virtud para muchos, consiste en adecuar lo que uno escribe a lo que honestamente piensa o percibe. Expresarse con sinceridad cuesta, incluso cuando no falta la voluntad de hacerlo. Porque comunicar el punto de vista que brota de una experiencia o intuición suele toparse con la dificultad de encontrar los términos adecuados y que esos términos se ajusten fielmente a lo que de verdad pensamos.
En fin, ponerse a escribir sobre un asunto para luego no contar casi nada que se aproxime mínimamente a lo que hay de verdad en él me parece una doble pérdida de tiempo: lo pierde el que escribe (pero allá él) y lo que es peor, lo pierde el que lee. Sin embargo, con frecuencia caigo en la trampa de textos de esa clase; lo cual me irrita pero también me confirma algo que ya había sospechado: que los motivos que llevan a escribir pueden ser de muy diversa índole y no necesariamente han de coincidir con el deseo de ser veraz. Por eso, no suelo conformarme con atender al contenido "manifiesto" de un texto; a veces, pruebo a ver más allá del mismo e intento averiguar los verdaderos motivos e intenciones del autor y si estos son fácilmente reconocibles o están como encriptados o blindados frente a la curiosidad del lector.
Otro aspecto a considerar el la autenticidad, entendida como alianza o combinación perfecta entre originalidad y sinceridad. La originalidad es la virtud que se opone a la tentación tan frecuente de repetir lo que otros ya han dicho antes y, casi siempre, mejor. Mientras que la sinceridad, un defecto más que una virtud para muchos, consiste en adecuar lo que uno escribe a lo que honestamente piensa o percibe. Expresarse con sinceridad cuesta, incluso cuando no falta la voluntad de hacerlo. Porque comunicar el punto de vista que brota de una experiencia o intuición suele toparse con la dificultad de encontrar los términos adecuados y que esos términos se ajusten fielmente a lo que de verdad pensamos.
Mentir o fingir resulta más sencillo, sobre todo si se poseen dotes literarias y a lo que se aspira es a aparentar ser brillante, culto, refinado, documentado, profundo, sofisticado, polifacético, etc., etc. No obstante, nunca suelen faltar los indicios que nos ponen en la pista del delito. Uno es la tendencia a simplificar los temas pasando sobre ellos como “de puntillas” y cuidándose de no dejar ninguna huella “personal” que pueda comprometer o "retratar". El horror a “mojarse” es una de las señas de identidad de esta clase de simuladores. Otra clase de indicios es hacer justo lo contrario: complicar el asunto hasta el infinito y enredar al pobre lector en una tupida red de citas y alusiones, comentarios y opiniones sin entrar a fondo nunca en nada. El mareo que provoca tal embrollo lejos de justificarse por la riqueza de datos del texto lo que realmente constata es su deplorable falta de ideas. Y finalmente me referiré también a esa vacuidad que emana de la producción literaria de algunos autores de “éxito”, hálito que brota de la pavorosa indiferencia que en realidad sienten hacia los asuntos que tocan, aunque lo hagan con el mejor estilo.
En fin, ponerse a escribir sobre un asunto para luego no contar casi nada que se aproxime mínimamente a lo que hay de verdad en él me parece una doble pérdida de tiempo: lo pierde el que escribe (pero allá él) y lo que es peor, lo pierde el que lee. Sin embargo, con frecuencia caigo en la trampa de textos de esa clase; lo cual me irrita pero también me confirma algo que ya había sospechado: que los motivos que llevan a escribir pueden ser de muy diversa índole y no necesariamente han de coincidir con el deseo de ser veraz. Por eso, no suelo conformarme con atender al contenido "manifiesto" de un texto; a veces, pruebo a ver más allá del mismo e intento averiguar los verdaderos motivos e intenciones del autor y si estos son fácilmente reconocibles o están como encriptados o blindados frente a la curiosidad del lector.