Algunos lo asocian al modo de expresarse en público de los “progres”, a su estilo de comunicación. Aunque yo no estoy de acuerdo de que se trate de algo exclusivo de ellos. En mi opinión, el buenismo se trataría de una estrategia o modo de encarar los problemas colectivos utilizado por los partidos políticos pero también por instituciones muy diversas.
Ahora bien, si tengo razón y resulta que el “buenismo” no es una ideología ni un estilo de comunicación sino algo tan simple como una estrategia, un “manual de instrucciones” para desenvolverse con soltura entre los problemas públicos, quiere decir que quien la utiliza lo hace de forma deliberada, con un conocimiento y responsabilidad plenos sobre lo que está haciendo, o mejor, diciendo; lo cual nos va a servir para averiguar no pocas cosas acerca de ese alguien, más allá de su afiliación o sus creencias.
Por eso creo que merece la pena pararse un poco a analizar en qué consiste una “táctica” empleada con tanta astucia y pericia por los políticos actuales (y no solo por ellos) y averiguar dónde radica su éxito. Parto de un hecho que me parece evidente: si el “buenismo” ha sido adoptado es porque se considera una herramienta de trabajo muy útil, algo que ayuda a salir airoso de situaciones difíciles y espinosas. Pero antes, quizá debería aclarar que lo que voy a exponer no lo aplico exclusivamente a los políticos sino que afecta también a otros ámbitos de la sociedad como los negocios, el comercio y las finanzas o algunas instituciones de “interés social” y ONGs. Si me centro en los políticos es simplemente porque representan el ejemplo más llamativo o ilustrativo. Veamos porqué.
Al dirigente político que encara un asunto, problema o
conflicto colectivo se le plantea siempre el mismo dilema: acertar o
equivocarse, tener éxito o fracasar. Pongámonos en el caso favorable: acierta,
tiene éxito y aporta una solución satisfactoria. Entonces, su prestigio aumenta
y la estabilidad de su puesto se afianza. Pero pensemos en el caso
contrario: que se equivoca, que fracasa. Ahora el fantasma de la destitución
y la pérdida de la confianza depositada sobrevuela amenazante su
carrera. Por eso el hombre público tiene claro que entre las consecuencias
de sus decisiones hay una que es inexorable y potencialmente fatal: la
repercusión sobre su futuro. Jueces, médicos, militares o empresarios pueden
también equivocarse o fracasar, sin embargo, salvo una negligencia manifiesta la repercusión
sobre sus carreras no suele ser tan dramática. Se podría alegar que el empresario o el
ejecutivo arriesgan también su posición; es cierto, pero cabe admitir que la
pérdida del puesto no suele traducirse en una carrera truncada, al menos les quedaría
la posibilidad de trabajar para otra empresa o aventurarse en otro negocio. Pero
esto es probablemente lo que el político más detesta: no la injusticia social,
no el incumplimiento de tal o cual promesa o compromiso sino verse en el trance de volver a la vida
privada, a la profesión o al negocio que un día dejó a un lado (olvidémonos
por un instante de la pléyade de políticos a quienes no se les conoce oficio u
ocupación anterior a su dedicación pública) para dedicarse a lo que más le
gusta: figurar y disfrutar de los innumerables beneficios que el
ejercicio del pode le reporta. Pues bien, el “buenismo”
como estrategia, como manual de operaciones, ha demostrado una tremenda
eficacia para sortear con éxito el peligroso dilema.
Desfiladero de los Gaitanes. Caminito del Rey Domingo 22 de abril de 2012 |
Decíamos antes que el
político no tiene más remedio que vérselas con los asuntos públicos. Esa
clase de asuntos representa con frecuencia problemas o conflictos sociales que demandan
una solución. Cabría suponer que el profesional de la política es un experto en
resolverlos, que su oficio consiste
precisamente en eso. Pero la pavorosa realidad apunta la mayoría de las
veces hacia lo contrario: el profesional de la política habitualmente se
siente, se sabe, absolutamente incapaz de dar con la solución. Lo cual no
representa para él ningún conflicto interior, trauma psíquico o frustración. Al
contrario, tiene claro que ni él ni su partido han generado ni tienen parte alguna
de responsabilidad en la aparición del problema y mucho menos cargar en
exclusiva con la penosa faena de su solución. ¿Qué hacer entonces? Porque ante
una opinión pública expectante algo hay que hacer. Pues bien, llegados a este
punto es más necesario que nunca tener clara la estrategia. Y el “buenismo”
como estrategia siempre recomienda lo mismo: primero, negar la existencia del
problema y a continuación sustituirlo,
rellenar el hueco o vacío creado con tal negación, por otra cosa. Da igual que estemos ante una catástrofe (aérea, meteorológica,
natural, microbiológica…), un atentado terrorista, un conflicto laboral
(quiebra de una gran empresa, despido masivo, escándalo de corrupción…), una crisis
económica o una guerra. Lo primero que conviene hacer es negarlo porque siempre
será demasiado pronto para estimar los daños, para hacer una correcta
valoración, para llegar a una conclusión definitiva, para ser objetivos… Lo
correcto y conveniente siempre es... esperar. Esperar a conocer el informe de los daños, esperar
al final de la negociación, a los indicadores económicos de los próximos meses,
a los resultados de la investigación, al dictamen de los jueces…Y todo en aras
de un compromiso anunciado (que no asumido): esclarecer las causas, llegar hasta
el fondo del asunto. Mientras tanto, se gana tiempo. ¿Tiempo para qué? Tiempo
para que otros agentes o actores entren en escena y se les pueda implicar o
imputar. Tiempo para distraer, confundir y dividir a la opinión pública.
Otras
veces, en vez de negar directamente el problema lo que habrá que hacer es directamente poner en tela
de juicio su veracidad, el rigor o el peso de los datos que lo
atestiguan: se cuestionan las cifras económicas, el método empleado para
obtenerlas, el origen de la epidemia, del contagio o del fallo técnico; la cadena de contagio, la autoría del atentado
o las intenciones de los beligerantes… Sin problema no hay dilema*. Sin dilema
la posición del político se mantiene segura.
*19/12/2013: "El dilema" es el curioso título de una pseudopublicación reciente del político español que mejor ha encarnado en los últimos años lo que significa el "buenismo" y sus consecuencias "reales".
Río Guadalhorce discurriendo hacia el desfiladero de los Gaitanes. 22 de abril de 2012 |
Pero negar no basta, no es suficiente para superar la prueba. Queda todavía por dar un paso decisivo, precisamente el que pone de manifiesto el verdadero ingenio del político, su habilidad para sobrevivir y salir airoso en las peores plazas. Consiste en suplantar o sustituir el auténtico problema o conflicto por algo similar en apariencia pero desprovisto de toda connotación o matiz negativo, incómodo, inaceptable o desagradable. Algo que, por el contrario, muestre a primera vista el lado positivo, estimulante, favorable o alentador de la situación. Algo que neutralice del modo más eficaz posible ante la opinión pública cualquier reacción o posicionamiento crítico u hostil hacia el poder. Así, la recesión se convierte en desaceleración, el despido masivo en ajuste o regulación temporal, el cierre en reconversión, la negociación en diálogo, la fuerza militar en misión de paz, el aborto en interrupción del embarazo… Pero dejando muy claro que todo lo que se haga o decida repercutirá positivamente en el conjunto de la sociedad. Así, la desaceleración servirá para redimensionar sectores que se habían hipertrofiado peligrosamente, el despido o el cierre para hacernos más competitivos, el uso de la fuerza militar para llevar nuestros valores democráticos y el respeto a los derechos humanos a cualquier rincón del planeta, el diálogo para superar el estancamiento…
¿Dónde queda
la objetividad y el interés por identificar el auténtico problema y dar con la mejor
solución? He aquí una pregunta que se quedara sin respuesta ad eternum gracias a esa habilidad para confundir
y distraer a la “opinión pública”. El
político juega además con dos ases.
El primero es la posición de ventaja que le confiere la tribuna desde la que lanza su discurso. Un político sin su tribuna
es como un santo sin su pedestal (merece la pena perder un poco de tiempo fijándonos
en el aspecto de las tribunas desde las que se lanzan los mensajes públicos, no
solo los políticos). La tribuna añade peso a sus argumentos, los hace más
convincentes. El segundo es el tiempo
porque la “opinión pública” tarda en formarse y una opinión hostil o crítica nunca
surge “de repente”, al contrario, es menester que vayan convergiendo
lentamente las opiniones de los otros agentes sociales. Con suerte, para cuando
se haya formado, el problema estará ya olvidado, asimilado o superado.