¿Qué es el "buenismo"? (I)



Río Guadalhorce, confluencia con los ríos Turón y Guadalteba. Domingo 22 de abril de 2012


Algunos lo asocian al modo de expresarse de los “progres”, a su estilo de comunicación. Y en buen parte es verdad aunque no exclusivamente. En mi opinión, el buenismo consiste antes que nada en una estrategia, una manera de encarar lo problemas colectivos usada por los partidos políticos pero también otras instituciones muy diversas.


Si tengo razón y resulta que el “buenismo” no es una ideología sino algo mucho mas simple -un “manual de instrucciones”- quiere decir también que quien lo utiliza lo hace de forma deliberada, lo cual nos va a poner en la pista para averiguar no pocas cosas acerca de ese alguien, más allá de su afiliación o sus creencias.


Por eso creo que merece la pena pararse un poco a analizar en qué consiste esa “táctica” que con tanta astucia y pericia practican los políticos y averiguar dónde radica su éxito. Parto de un hecho que me parece evidente: si el “buenismo” ha sido adoptado de forma generalizada es porque se considera una herramienta de trabajo muy útil, algo que ayuda a salir airoso de situaciones difíciles y espinosas. 






Al dirigente político que encara un asunto, problema o conflicto colectivo se le plantea siempre el mismo dilema: acertar o equivocarse, o lo que es lo mismo para él: tener éxito o fracasar. Pongámonos en el caso favorable: que acierta y da con una solución satisfactoria. Entonces, su prestigio aumenta y la permanencia en el puesto se afianza. Pero vayamos al caso contrario: que se equivoca, que fracasa. Entonces, el fantasma de su destitución empieza a sobrevolar amenazante. El hombre público tiene muy claro que cualquier decisión que tome tendrá una repercusión sobre su futuro en política. Jueces, médicos, militares o empresarios pueden equivocarse o fracasar, sin embargo, salvo negligencia manifiesta, la repercusión sobre sus carreras nunca será tan dramática. El empresario o el ejecutivo arriesgan su posición pero en el peor de los casos, el de la pérdida de confianza y del puesto, siempre les queda la posibilidad de trabajar para otra empresa o aventurarse en otro negocio. Sin embargo, esto es lo que el político más teme y detesta: no la injusticia social, no el incumplimiento de tal o cual promesa o compromiso sino verse en el trance de volver a la vida privada, a la profesión o al negocio que un día dejó a un lado (olvidémonos por un instante de la pléyade de políticos de quienes no se conoce oficio u ocupación anterior a su dedicación pública) para dedicarse a lo que más le gusta: figurar y disfrutar  de los innumerables beneficios que el ejercicio del poder le reporta. Pues bien, el “buenismo como estrategia, como manual de operaciones, ha demostrado una tremenda eficacia para sortear con éxito el peligroso dilema.


Desfiladero de los Gaitanes. Caminito del Rey
Domingo 22 de abril de 2012


Decíamos antes que al político no le queda otra que vérselas con los asuntos públicos. Pero la pavorosa realidad es que no tiene ni idea de cómo encararlos ni resolverlos (de ahí, su obsesión por rodearse de asesores, cuantos más mejor). Lo cual no representa para él ningún conflicto interior o frustración. Pero algo hay que hacer. Ante una opinión pública expectante algo hay que hacer. Pues bien, llegado este punto es más necesario que nunca tener clara la estrategia. Y el “buenismo” como estrategia siempre recomienda lo mismo: primero, negar la existencia del problema y a continuación sustituirlo, rellenar el hueco o vacío creado con tal negación, por otra cosa. Da igual que estemos ante una catástrofe (aérea, meteorológica, natural, microbiológica…), un atentado terrorista, un conflicto laboral (quiebra de una gran empresa, despido masivo, escándalo de corrupción…), una crisis económica o una guerra. Lo primero que conviene hacer es negarlo porque siempre es demasiado pronto para estimar los daños, para hacer una correcta valoración, para llegar a una conclusión definitiva, para ser objetivos… Lo correcto y conveniente es... esperar. Esperar a conocer el informe de los daños, esperar al final de la negociación, a los indicadores económicos de los próximos meses, a los resultados de la investigación, al dictamen de los jueces…Y todo en aras de un compromiso anunciado (que no asumido): esclarecer las causas, llegar hasta el fondo del asunto. Mientras tanto, se gana tiempo. ¿Tiempo para qué? Tiempo para que otros agentes o actores entren en escena y se les pueda implicar o imputar. Tiempo para distraer, confundir y dividir a la opinión pública.
Otras veces, en vez de negar directamente el problema lo que habrá que hacer es directamente poner en tela de juicio su veracidad, el rigor o el peso de los datos que lo atestiguan: se cuestionan las cifras económicas, el método empleado para obtenerlas, el origen de la epidemia, del contagio o del fallo técnico;  la cadena de contagio, la autoría del atentado o las intenciones de los beligerantes… Sin problema no hay dilema*. Sin dilema la posición del político se mantiene segura.


*19/12/2013: "El dilema" es el curioso título de una pseudopublicación reciente del político español que mejor ha encarnado en los últimos años lo que significa el "buenismo"  y sus consecuencias "reales".



Río Guadalhorce discurriendo hacia el desfiladero de los Gaitanes. 22 de abril de 2012


























Pero negar no basta, no es suficiente para superar la prueba. Queda todavía por dar un paso decisivo, precisamente el que pone de manifiesto el verdadero ingenio del político, su habilidad para sobrevivir y salir airoso en las peores plazas. Consiste en suplantar o sustituir el auténtico problema o conflicto por algo similar en apariencia pero desprovisto de toda connotación o matiz negativo, incómodo, inaceptable o desagradable. Algo que, por el contrario, muestre a primera vista el lado positivo, estimulante, favorable o alentador de la situación. Algo que neutralice del modo más eficaz posible ante la opinión pública cualquier reacción o posicionamiento crítico u hostil hacia el poder. Así, la recesión se convierte en desaceleración, el despido masivo en ajuste o regulación temporal, el cierre en reconversión, la negociación en diálogo, la fuerza militar en misión de paz, el aborto en interrupción del embarazo… Pero dejando muy claro que todo lo que se haga o decida repercutirá positivamente en el conjunto de la sociedad. Así, la desaceleración servirá para redimensionar sectores que se habían hipertrofiado peligrosamente, el despido o el cierre para hacernos más competitivos, el uso de la fuerza militar para llevar nuestros valores democráticos y el respeto a los derechos humanos a cualquier rincón del planeta, el diálogo para superar el estancamiento…






¿Dónde queda la objetividad y el interés por identificar el auténtico problema y dar con la mejor solución? He aquí una pregunta que se quedara sin respuesta ad eternum gracias a esa habilidad para confundir y distraer a la “opinión pública”. El político juega además con dos ases. El primero es la posición de ventaja que le confiere la tribuna desde la que lanza su discurso. Un político sin su tribuna es como un santo sin su pedestal (merece la pena perder un poco de tiempo fijándonos en el aspecto de las tribunas desde las que se lanzan los mensajes públicos, no solo los políticos). La tribuna añade peso a sus argumentos, los hace más convincentes. El segundo es el tiempo porque la “opinión pública” tarda en formarse y una opinión hostil o crítica nunca surge “de repente”, al contrario, es menester que vayan convergiendo lentamente las opiniones de los otros agentes sociales. Con suerte, para cuando se haya formado, el problema estará ya olvidado, asimilado o superado.