Sobre los estados de ánimo.


Marrakech, febrero de 2012

A veces, me figuro los estados de ánimo como un líquido y dócil elemento que fácilmente se deja agitar por fuerzas externas. Algo similar a las corrientes y el oleaje en el océano. Aunque yo no me identifico con mis estado de ánimos. A lo sumo, y volviendo a la comparación marina, con la nave que lo surca o quien tiene que dirigirla.

La dinámica de los estados de ánimo con frecuencia es desconocida. Con todo, el estado de ánimo de un momento concreto, está ahí y se experimenta de forma continua y completa, es decir, sin dejar una parte de nuestra alma libre de su influencia.

Lo interesante es que a fuerza de convivir con los diferentes estados de ánimo se acaba sabiendo cómo funcionan. Por ejemplo, como un movimiento cíclico de pleamar y bajamar. De euforia y melancolía, de abulia y entusiasmo. Y también, que ese movimiento no es fácil de detener o evitar. 

La clave pasa por no dejarse arrastrar. Por ejemplo, por la euforia. La experiencia nos ha enseñado que irremediablemente tras ella, en algún momento casi siempre inesperado, llegará el desencanto, el hastío, el cansancio, la desilusión... Ni tampoco  por el desaliento, la apatía o la tristeza. No son estados definitivos sino el efecto de corrientes y mareas cuya dinámica desconocemos.  

Ese movimiento pendular sería una de las muchas notas que caracterizan los estados de ánimos. También se halla la influencia de los múltiples y variados instintos, tan conectados con la fuerza vital, con la energía que alimenta todos los actos. Una multitud de instintos de diverso tipo: de poder o dominio, de conservación, de muerte… 

El hecho es que en esa variedad se deja sentir también la polaridad, la oscilación entre la pulsión constructora, generadora, creadora de futuro y la fuerza opuesta, la que busca desbaratar o demoler lo generosamente edificado. La polaridad entre el poder que no consiente que lleguemos a creernos nuestros propios sueños, que nos derriba y deja desnudos, expuestos a la intemperie y el contrario: las ganas de volver a luchar, de ilusionarnos, gastando toda la energía en un nuevo empeño, en una nueva empresa. Y así, una y otra vez: de la abulia al entusiasmo y vuelta a empezar. Podría incluso clasificarse a las personas en dos grandes grupos: el grupo en que predomina la abulia y el grupo en el que predomina el entusiasmo

Freud veía en ese vaivén la interacción de los dos instintos básicos: el Eros y el Tánatos. El budismo habla de una rueda de la que es muy difícil pero no imposible liberarse. El darse cuenta de esa dinámica que nos guste o no es real, quizá sea lo único que pueda evitar que nos arrastre. 

[Leo esta entrada, hoy viernes 17 de noviembre de 2017, a las 17:26 y me sorprende el enfoque que di al asunto en 2012, sobre todo, si lo comparo con lo que ahora pienso. 

En ella se menciona una "dinámica" desconocida, oscura. Por entonces creía que esa dinámica tenía que ver con la química del cerebro (conexiones neuronales y neurotransmisores), es decir, con algo "físico" o corporal, no con mi propia persona. Y es cierto que, efectivamente, las conexiones y neurotransmisores "median" o "vehiculizan" la respuesta emocional pero ¿de verdad 
son esas moléculas la causa "última" de dicha respuesta? 

Lo que creo en este momento es que no, que la causa soy yo o, más bien, el personaje que mi mente reconoce como sujeto de mis actos y decisiones. A este yo con el que me identifico lo que más le preocupa es el control, el deseo de tener todo bajo su mando. Este yo lo que más desea es mandar. Se trata de un personaje dominante que crea y usa a su antojo los estados emocionales para hacerme "creer" que es él (un "producto" mental, no mi yo auténtico u original) el que manda en mi vida. 
Cuando hablamos de libertad, de la autonomía del yo para decidir, etc. casi siempre pasamos por alto el estupefaciente hecho de que el principal obstáculo para alcanzar la libertad (y otras muchas más cosas...) es precisamente ese pequeño personaje.]