Salzsburgo, 1 de septiembre 2012 |
El comportamiento del tipo erótico también me parece muy curioso y es tan frecuente como fácil de reconocer. Lo encontramos por todas partes: vecindario, trabajo, conocidos...
El modo como estos sujetos de ambos sexos ejercen su dominio consiste en acaparar a los demás, a veces de forma puntual pero otras, para desgracia de quien los sufre, obstinada y persistente. Se trata de gente posesiva, manipuladora y absorbente que hacen presa de uno y ya no hay forma de que lo suelten.
Al principio, cometes el error de creer (sobre todo si eres un poco narcisista) que esa clase de atracción o fijación que muestran por tu persona responde a alguna cualidad o mérito propio que han sabido reconocer y estimar. Pero la realidad acaba siempre convenciéndote de lo contrario. Lo único que apreciaron de veras es que esas supuestas cualidades o aptitudes les valían para sus oscuros y, a veces, retorcidos intereses.
Fue Freud quien acuñó la denominación "erótico" para este tipo de personalidad. Según él, estos sujetos están dominados por el temor a sentirse abandonados, a perder el amor de los demás porque desean antes que nada ser amados. Por eso se encuentran en una particular dependencia de los demás y viven tan preocupados por conservar ese amor que con frecuencia se olvidan precisamente de hacer lo mismo, esto es, de dar también amor y no solo recibirlo.
En la entrada anterior señalé el hecho de que los obsesivos tienen buen olfato para detectar a los narcisistas, a quienes además detestan por su petulancia y vanidad. Precisamente, esa presunción y ansia de halagos es lo que vuelve a estos últimos vulnerables para caer en las redes de los "eróticos".
Recuerdo que hace muchos años sufrí el acoso de una persona con esta personalidad y precisamente fue la vanidad la que me hizo morder el anzuelo. Yo era un joven médico que compaginaba la consulta en un ambulatorio de especialidades y las guardias en el hospital. Un día que me encontraba de guardia esa persona se presentó y me contó su problema. Se trataba de una mujer de unos cuarenta años. También trabajaba en el hospital. Perdía peso de forma lenta pero progresiva y nadie -la habían visto muchos médicos de diferentes especialidades- había encontrado la. La habían examinado internistas, endocrinos, psiquiatras... pero no habían encontrado nada. Y seguía perdiendo peso. Le recomendé que se hiciera algunas pruebas adicionales y los resultados me permitieron dar con el diagnóstico. Por si esto fuera poco, había también un tratamiento curativo. Cuando se lo expliqué quedó estupefacta. No podía creer que hubiera consultado a tantos médicos, no sólo en Málaga sino también en otras provincias y que ahora "viniera un manzanillo (así me llamó) recién llegado al hospital y hubiera acertado a la primera". Lo de llamar "manzanillo" a un médico (por muy joven e inexperto que sea) debería haberme puesto ya en guardia frente al personaje pero la fiesta de lisonjas, alabanzas, encomios y piropos ulteriores sirvieron eficazmente para disfrazar el primer desliz y ganar sin reservas mi confianza. "Bueno pues nada más. Fin del caso y encantado de conocerte", le dije. ¿Nada más...? Nada de eso. A partir de ese momento comenzó mi calvario. Pasó a volverse completamente dependiente de mi. Me llamaba por teléfono cualquier día de la semana (no se cómo consiguió el número). Me contaba sus síntomas, pequeños trastornos, mínimos desarreglos y a la vez me regalaba el oído con toda suerte de elogios. Yo intentaba tranquilizarla, le explicaba que se había curado y que había pruebas objetivas como los análisis de control que lo atestiguaban. Pero no había forma de convencerla. Decía que solo confiaba en mí y en mi buen ojo clínico y que sería su único médico en adelante. Me animaba sin cesar para que abriera una consulta privada, daba por hecho que ganaría mucho dinero y que no me faltarían clientes. Unos años después, integrado ya completamente en el hospital, una mañana que me encontraba especialmente agobiado por el trabajo, se acercó hasta la Sala de Hospitalización nada menos que en tres ocasiones para relatarme la "evolución" de sus persistente síntomas. Aquella mañana agotó por completo y definitivamente mi paciencia. La tomé aparte y aunque estaba negro, reprimí mis nada amistosos impulsos y le dije con fingida parsimonia: "Hoy va a ser la última vez que te diriges a mí. Me has faltado el respeto como persona y como profesional. No quiero volver a verte". Se quedó sin saber qué decir ni cómo reaccionar pero desde aquel instante supo que aquella morbosa relación había tocado su fin.
Esta experiencia personal creo que ejemplifica con claridad, por lo exagerado, la clase de dominio que ejercen las personas de este tipo sobre los incautos que caen en sus redes. Con el tiempo acabé comprendiendo por qué otros especialistas con más experiencia que yo no habían logrado el diagnóstico de su enfermedad. Con toda seguridad la causa no se encontraba en una supuesta impericia, sencillamente advirtieron precozmente su conducta anómala y manipuladora y la cortaron de raíz, lo que resultó fatal para la continuidad del proceso diagnóstico. En cambio, la generosidad y la inagotable buena voluntad que casi nunca faltan en los médicos jóvenes si que salvaguardaron esa continuidad y así pude llegar al ansiado diagnóstico aunque pagando el peaje que he relatado.
Fue Freud quien acuñó la denominación "erótico" para este tipo de personalidad. Según él, estos sujetos están dominados por el temor a sentirse abandonados, a perder el amor de los demás porque desean antes que nada ser amados. Por eso se encuentran en una particular dependencia de los demás y viven tan preocupados por conservar ese amor que con frecuencia se olvidan precisamente de hacer lo mismo, esto es, de dar también amor y no solo recibirlo.
En la entrada anterior señalé el hecho de que los obsesivos tienen buen olfato para detectar a los narcisistas, a quienes además detestan por su petulancia y vanidad. Precisamente, esa presunción y ansia de halagos es lo que vuelve a estos últimos vulnerables para caer en las redes de los "eróticos".
Recuerdo que hace muchos años sufrí el acoso de una persona con esta personalidad y precisamente fue la vanidad la que me hizo morder el anzuelo. Yo era un joven médico que compaginaba la consulta en un ambulatorio de especialidades y las guardias en el hospital. Un día que me encontraba de guardia esa persona se presentó y me contó su problema. Se trataba de una mujer de unos cuarenta años. También trabajaba en el hospital. Perdía peso de forma lenta pero progresiva y nadie -la habían visto muchos médicos de diferentes especialidades- había encontrado la. La habían examinado internistas, endocrinos, psiquiatras... pero no habían encontrado nada. Y seguía perdiendo peso. Le recomendé que se hiciera algunas pruebas adicionales y los resultados me permitieron dar con el diagnóstico. Por si esto fuera poco, había también un tratamiento curativo. Cuando se lo expliqué quedó estupefacta. No podía creer que hubiera consultado a tantos médicos, no sólo en Málaga sino también en otras provincias y que ahora "viniera un manzanillo (así me llamó) recién llegado al hospital y hubiera acertado a la primera". Lo de llamar "manzanillo" a un médico (por muy joven e inexperto que sea) debería haberme puesto ya en guardia frente al personaje pero la fiesta de lisonjas, alabanzas, encomios y piropos ulteriores sirvieron eficazmente para disfrazar el primer desliz y ganar sin reservas mi confianza. "Bueno pues nada más. Fin del caso y encantado de conocerte", le dije. ¿Nada más...? Nada de eso. A partir de ese momento comenzó mi calvario. Pasó a volverse completamente dependiente de mi. Me llamaba por teléfono cualquier día de la semana (no se cómo consiguió el número). Me contaba sus síntomas, pequeños trastornos, mínimos desarreglos y a la vez me regalaba el oído con toda suerte de elogios. Yo intentaba tranquilizarla, le explicaba que se había curado y que había pruebas objetivas como los análisis de control que lo atestiguaban. Pero no había forma de convencerla. Decía que solo confiaba en mí y en mi buen ojo clínico y que sería su único médico en adelante. Me animaba sin cesar para que abriera una consulta privada, daba por hecho que ganaría mucho dinero y que no me faltarían clientes. Unos años después, integrado ya completamente en el hospital, una mañana que me encontraba especialmente agobiado por el trabajo, se acercó hasta la Sala de Hospitalización nada menos que en tres ocasiones para relatarme la "evolución" de sus persistente síntomas. Aquella mañana agotó por completo y definitivamente mi paciencia. La tomé aparte y aunque estaba negro, reprimí mis nada amistosos impulsos y le dije con fingida parsimonia: "Hoy va a ser la última vez que te diriges a mí. Me has faltado el respeto como persona y como profesional. No quiero volver a verte". Se quedó sin saber qué decir ni cómo reaccionar pero desde aquel instante supo que aquella morbosa relación había tocado su fin.
Esta experiencia personal creo que ejemplifica con claridad, por lo exagerado, la clase de dominio que ejercen las personas de este tipo sobre los incautos que caen en sus redes. Con el tiempo acabé comprendiendo por qué otros especialistas con más experiencia que yo no habían logrado el diagnóstico de su enfermedad. Con toda seguridad la causa no se encontraba en una supuesta impericia, sencillamente advirtieron precozmente su conducta anómala y manipuladora y la cortaron de raíz, lo que resultó fatal para la continuidad del proceso diagnóstico. En cambio, la generosidad y la inagotable buena voluntad que casi nunca faltan en los médicos jóvenes si que salvaguardaron esa continuidad y así pude llegar al ansiado diagnóstico aunque pagando el peaje que he relatado.
Mozart, en su ciudad natal |
Una anécdota mucho más divertida pero de características casi idénticas la encontré leyendo a uno de mis autores favoritos, a Luis Landero. Me refiero a su novela "Retrato de un hombre inmaduro" (pág. 154 - 174) que animo a leer a todos los que aún no la conozcan. Aunque se refiere obviamente de un personaje de ficción, no me cabe duda que recoge las experiencias que el autor ha tenido al respecto a lo largo de su vida. La vida humana es una extraña realidad difícil de explicar pero se puede contar y Luis Landero lo hace con suprema elegancia y sentido del humor.
Creo que me he extendido en exceso así que dejaré para una próxima entrada el remate de esta incursión en las complejas relaciones humanas. He comentado mi experiencia con unos tipos de personalidad "puros": el narcisista, el obsesivo, el erótico. Los tres harto frecuentes pero las personas somos más complejas y, sobre todo, tenemos capacidad para "darnos cuenta" de la personalidad que nos ha tocado en suerte. Podemos reaccionar frente a tendencias tal vez "innatas" y decidir qué es lo mejor para nuestra vida.
Otro hecho interesante es el de los casos "mixtos". Me refiero, por ejemplo, a la personalidad "obsesivo-narcisista", "erótico-narcisista" "erótico-obsesiva". Para referirme a ellas tal vez tenga que volver a traer a colación a Freud, a quién estudié a fondo y con verdadera fruición en mis años de estudiante de Medicina, allá por los ochenta. Luego mi atención se desvió hacia otros campos pero su influjo aún permanece.
Por último, tal vez también dedique unas líneas a otras clase de sujetos más peligrosos y cada vez más habituales en nuestro ambiente cotidiano. Me refiero a los psicópatas y a aquellos que están solo un paso de la psicopatía: los anómicos. Una fauna humana que prolifera por los resortes del poder que tanto adoran. Gente dispuesta a conseguirlo o mantenerlo casi a cualquier precio y que no dudan en pasar por encima de quienes osen disputárselo o simplemente estorbarlos. Pero esta última incursión me llevaría de lleno al terreno de lo verdaderamente diabólico. Ya veremos.