Málaga, viernes 28 de septiembre, 2012 |
Últimamente la fortuna me sonríe con las películas que veo. Una racha de decepciones encadenadas frente a la gran pantalla había conseguido que me replanteara la vuelta al videoclub. Al final, el cambio ha servido para comprobar que este también tiene sus ventajas: sale más económico e invita a ser más atrevido eligiendo títulos a priori menos atrayentes. Así es como me he topado inesperadamente con notables realizaciones. Ya comenté la buena impresión que me produjeron cintas como "Young Adult" o "La pesca del salmón en Yemen", ahora me gustaría añadir a ese lista "Un dios salvaje".
La constitución original de los seres humanos, el carácter más primitivo y brutal de su naturaleza no se extingue ni desaparece nunca del todo. Lo podemos comprobar viendo como aflora sin pudor en el comportamiento social de los niños y de manera más taimada y sutil en el sofisticado mundo de los adultos (véanse las entradas que recientemente dediqué a las relaciones humanas). Resulta ingenuo pensar que dejamos definitivamente atrás la barbarie a medida que maduramos y nos socializamos. Es una falsedad que la historia, la cultura y la educación nos inmunicen del todo contra ella. La condición agreste y montaraz de los seres humanos puede que se deje moldear, pulir y hasta domesticar por la educación pero los impulsos agresivos y la propensión a la violencia son indestructibles, permanecen latentes en el fondo de su ser. Si hemos de estar seguros de algo es de que lo único de verdad en peligro de desaparecer para siempre es precisamente la civilización aunque la fe en la cultura, o como decía Ortega, la beatería cultural de los tres últimos siglos nos haya hecho creer lo contrario, que somos sociables, pacíficos y bondadosos por naturaleza. Y cuando la realidad y los hechos se empeñan con su machacona insistencia en demostrarnos lo contrario entonces nos apresuramos a buscar la manera de reinterpretarlos, reconducirlos o negarlos (veánse las entradas que dediqué a esa degeneración tan extendida de la cultura actual que es el buenismo). ¿No es esto un completo desvarío y una absoluta simplificación? Con la realidad podemos hacer muchas cosas pero hay una que resulta siempre fatal: negarla. Contemplando el modo de comportarse de los bienintencionados personajes de esta película he podido comprobar, una vez más, la verdad de esta terrible experiencia.
Estación Marítima, Puerto de Málaga 29 septiembre, 2012 |
El film, adaptación de una obra de teatro de Yasmina Reza, nos invita a asomarnos a la sala de estar de un sencillo apartamento para ver lo que está a punto de acontecer en ella. Nos encontramos en un apacible y acogedor espacio donde parece descansar, absorta en sí misma, la civilización humana. El primer plano lo acaparan unos selectos libros de historia y de arte ordenados meticulosamente sobre una mesa de centro. Detrás de la mesa, rebelándose contra el segundo plano al que lo han relegado, destaca un exuberante y exótico ramo de tulipanes, con sus largos tallos verdes rematados por los hermosos pétalos amarillos de sus globosas flores. El aposento ha reunido fugazmente a dos parejas y llega el momento de despedirse. Se trata de personas comedidas y discretas que tienen prisa por zanjar un espinoso asunto relacionado con sus hijos. Los niños se han peleado y uno de ellos ha salido bastante mal parado. Sus padres se comportan como si nada grave hubiera pasado, como si el incidente no tuviera la menor importancia. Se esfuerzan en mostrarse educados, pacíficos, tolerantes, en suma: civilizados. La despedida, por puro azar (otra vez el azar jugando su inocente papel, véase la entrada anterior), se demora y entonces se sientan un rato a conversar, una decisión que termina en desastrosas consecuencias. El convencionalismo en el que viven instalados va a caer de bruces por el suelo de la habitación a medida que van emergiendo sus más oscuras e inconfesables diferencias. Han abierto la caja de Pandora.
El espectáculo nos incita a mirar hacia atrás, al comienzo de la película, a la escena ya casi olvidada de los niños riñendo y haciéndose daño. Al recordar ahora su salvaje naturalidad, su no disimulada crudeza, desprovista de hipocresía y falsedad somos objeto inesperadamente de una revelación: lo más primario y elemental de la condición humana conserva una fuerte conexión con lo divino, por eso revela sin tapujos la verdad.