Basta con mirar a nuestro alrededor para comprobar que el talento y la belleza son obsequios que
la naturaleza no dispensa con largueza. Más curioso todavía resulta constatar cómo en ocasiones esos dones “naturales” se vuelven contra la persona que los posee, hasta el punto de convertirse en una maldición para ella. Algo de esto es lo que le pasa, en mi opinión, al protagonista de la última película de los hermanos Coen, “Inside Llewyn Davis”, un cantautor de música folk americana al que
da vida el actor Oscar Isaac.
Llewyn es un
artista de los sesenta que se mueve por los animados locales del conocido barrio
bohemio de Greenwich Village en
Nueva York. Allí surgieron artistas internacionales como Bob Dylan, Jimi
Hendrix, Barbra Streissand o Simón & Garfunkel, entre otros. Cada noche, renueva su esperanza de que algún estudio de grabación se
fije en él y pueda, por fin, dar su deseado salto a la fama. Sin embargo, el tiempo pasa y lo
único que cosecha son encargos menores. Aquí tenemos el drama de nuestro protagonista: tiene buen oficio y su música gusta al público pero el éxito no llega. La letra y música de sus canciones son pura poesía acompasada por rítmicos
acordes de guitarra... Pero no triunfa. ¿Qué falla, pues, en la carrera de Llewyn Davis? He aquí el enigma en que se adentran los directores y guionistas Joel y Ethan Coen en esta magnífica
película.
Lo cierto es que nos encontramos ante alguien cuyo drama, de entrada, no suscita nuestra compasión. Algo hay dentro de él que nos desagrada y lo impide. Llewyn habla poco, se comunica lo justo fuera del escenario y mantiene una fría y calculada distancia con todos. No cultiva las relaciones personales. Usa a las personas, luego improvisa una mueca de agradecimiento y se quita de en medio. Pasa de la familia, de su padre con Alzheimer en una residencia, de sus amigos y hasta de sus amantes. Pasa de todos sin acritud ni aspavientos. Su actitud exaspera a los pocos que lo aprecian. Pero, por otra parte, se ve forzado constantemente a pedir favores porque no tiene casa ni dinero. El único bien que posee es su guitarra, de la que no se separa nunca. Solo su vida profesional cuenta para él, la otra, la personal, parece que no le importa demasiado. De hecho, ha sacrificado demasiadas cosas para sacar adelante solo una: su carrera musical.
Pero, a medida que acompañamos al personaje por su desventurado periplo, vamos comprobando que, en realidad, no se mueve solo por egoísmo, que tiene corazón y sufre, aunque nadie lo perciba. Y por eso acaba conmoviéndonos al verlo dar tumbos de un sitio para otro en medio del frío invernal, unas veces decepcionado, otras desorientado y abatido aunque siempre altivo y distante.
Hay en la película dos momentos o escenas que ofrecen algunas claves para comprender lo que pasa "por dentro" de nuestro artista. Una es la del gato de sus amigos, los Gorfeins. La otra corresponde al atropello de un zorro cuando viaja a Chicago para una prueba con el productor Bud Grossman. Por ambos animalitos siente una afinidad tan misteriosa como espontánea, que le impide deshacerse o simplemente olvidarse de ellos. Resulta cómico, casi surrealista, contemplar todo lo que hace para preservar la integridad del gatito aventurero. Y aunque al principio podría parecer que solo lo mueve el interés de no perder la amistad con los Gorfeins, más adelante, cuando asistimos a la escena que les monta en su propia casa, queda claro que ese interés no fue lo decisivo en su comportamiento y que sus desvelos por el animal eran sinceros. Más enternecedor aún me parece el suceso con el zorrito durante la infernal travesía que lo lleva de Nueva York a Chicago para entrevistarse con el famoso productor musical. En medio de la oscura noche invernal, con frío y nieve, tiene la mala fortuna de atropellarlo al cruzársele en la carretera. El golpe es tremendo para el pobre animal aunque al coche y a los viajeros no les ocurre prácticamente nada, que de hecho no se enteran salvo Llewyn que no duda en parar y bajarse. La mirada que dirige al renqueante superviviente expresa mejor que nada la mezcla de perplejidad, rabia y dolor que experimenta por su propio destino. Un destino que lo golpea con brutal fuerza sin conseguir nunca derribarlo.
Llewyn se lo ha jugado todo a una carta y ha perdido. Así de simple. Estaba convencido de que poseía la carta
ganadora, su indiscutible talento, y que, por tanto, el éxito lo debía tener garantizado. “Poor boy…!” repetirá una y otra vez en uno
de sus mejores temas.
A nuestro personaje le hubiera ido mejor reconociendo que la vida es siempre otra cosa y que nuestra creencias y expectativas, nuestros cálculos y planes, por justos y razonables que parezcan, rara vez coinciden con ella. La vida se empeña en llevarnos la contraria. Pese a todo, como se trata de la realidad, no deja de encantarnos. Y vivir consiste en tener que contar con los demás, verse con ellos. Estamos inseparablemente unidos a las cosas y a las personas (véase la entrada “Sobre las cosas y las personas”). Nuestro éxito depende de ellos, tanto o más que de nosotros mismos. A Llewyn, tan sobrado de talento, le hace falta algo muy simple para aprender esa lección: humildad. Su talento lo ha vuelto orgulloso y lo ha colmado de vanidad, dos rasgos con frecuencia letales para cualquier persona pero especialmente para el artista que comienza. La humildad, en cambio, te hace caer en la cuenta de las propias carencias, reconocerlas y asumirlas para poder, si es posible, superarlas. Un ejemplo: la carencia de formación. Nuestro artista tiene mucho talento, es verdad, pero le falta formación musical y eso lo encasilla, lo condiciona y lo limita para expresarse. Su origen humilde se la ha escatimado y él prefiere pasar por alto este hecho tan decisivo. Error. Gran error. Sobre todo en nuestro mundo occidental, tan competitivo. Seguramente, una adecuada preparación musical hubiera conducido su inspiración por otros géneros musicales con más proyección que la música folk, llegando así a un público más amplio. Algo de esto parece intuir el productor Bud Grossman cuando le oye el conmovedor tema "The death of Queen Jane". La película dirige su mirada hacia este aspecto enriqueciéndolo con la evidencia opuesta: la de aquellos a los que les sobra formación pero paradójicamente carecen de talento creativo. Como los Gorfeins.
Sin embargo, sería injusto afirmar que lo único que encontramos en la vida de Llewyn es ambición y ansia de triunfar. También hallamos la frustración por no lograr transmitir a los demás aquello que cree más valioso de sí mismo: su arte, su música, sus letras. Lo paradójico es que no lo consigue porque en el fondo siente desdén por el público que acude cada noche a oírlo al local, una gente sencilla que le ofrece desinteresadamente su pequeña ayuda o el escaso valor de su sincero reconocimiento; incluso por otros artistas que actúan allí y que no considera tan buenos como él (como el propio Bob Dylan, que le pasa totalmente inadvertido). Esto quizá sea lo verdaderamente dramático de su carrera. Su incapacidad para apreciar lo bueno, mucho o poco, que puede haber en los demás y desconocer por completo la sencillez y el valor de la paciencia...
Este es el magnífico inside que los hermanos Coen nos presentan. Un retrato del que solo he resaltado los rasgos que para mí son los más llamativos del personaje. Pero hay más igualmente interesantes y que darían para más de una entrada del blog. Por lo pronto, lo destacado arriba creo que sobra para atraer espectadores a esta obra maestra. Excelente comienzo del año 2014.