Descartes halla una realidad
de cuya existencia no le cabe duda: el pensamiento. El pensamiento existe absolutamente.
Por otra parte, al reflexionar sobre el resto de cosas encuentra que todas son dadas en el pensamiento. Es decir, su realidad se halla primariamente en el pensamiento y, por tanto, no son absolutas.
En suma: solo el pensamiento es absoluto. Todo
cuanto hay no es sino pensamiento.
La afirmación cartesiana del pensamiento como el lugar absoluto constituye el fundamento del idealismo, tesis vigente durante los tres siglos siguientes de la historia occidental. Pero en el siglo XX fue puesta en entredicho por pensadores occidentales como Ortega (Escuela de Madrid) y orientales como Nishida (Escuela de Kioto). Y lo fue cuando la tesis idealista alcanza su más refinada expresión con la fenomenología de Husserl.
Básicamente, la idea de Ortega se puede formular del siguiente modo: el hombre existe absolutamente fuera del pensamiento. A esa realidad donde existe el hombre y existe el mundo que lo rodea la llamó realidad radical y no es otra que su singularísima vida.
A Descartes, como al idealismo en general, no le bastaba con afirmar que había encontrado una realidad a la que llama pensamiento o conciencia. No se conforma con descubrir que el pensamiento existe, que efectivamente lo hay sino que añade: solo el pensamiento existe absolutamente, todo lo demás tiene que ser dado en él. El pensamiento es el lugar absoluto.
La fenomenología
precisará aún más. Distingue entre una “conciencia primaria” o “ingenua”, en la
que el sujeto cree lo que piensa,
quiere y siente y la “conciencia pura” en la que el sujeto se abstiene de poner nada, dejando toda
creencia suya suspendida y su vivencia
reducida a pura contemplación, a puro
sentido o inteligibilidad.
Esta
conciencia pura es la auténtica realidad. Lo
que extrañaba a Ortega es que siendo la conciencia pura la auténtica radical deba ser obtenida a
partir de la otra, la ingenua, mediante un procedimiento llamado por Husserl “reducción
fenomenológica”.
Ahora me encuentro oyendo el graznido de unas cotorras y puedo afirmar: hay cotorras, las cotorras existen. Pero Descartes me corrige haciendo notar que lo que de verdad hay es mi oír y que en esa realidad indubitable hallo a un sujeto que oye, yo, y algo que grazna, las cotorras.
Yo me
hallo o encuentro en una realidad más
amplia que es mí oír, o más en general, mi pensamiento. Por tanto,
yo no soy la realidad absoluta. Cosa idéntica le pasa a las cotorras: son reales
en la medida que las encuentro dadas al oírlas. Su realidad no es nada aparte o independiente de la vivencia en que aparecen.
Minas a cielo abierto de río Tinto, lunes 4 agosto, 2014 |
Decía que estaba oyendo el graznido de unas cotorras y que me parecía que efectivamente había cotorras, que las cotorras eran reales. Pero luego, al
reflexionar, me he corregido a mí mismo y he añadido: lo que hay y de verdad encuentro es mí oírlas. La creencia de que hay cotorras la he puesto yo. Esa creencia es mía, algo propio y subjetivo que pertenece
al sujeto de la vivencia "oír
graznar a unas aves". Mi creencia hace que el objeto de mi vivencia, lo otro que hay en
ella además de mí como sujeto, las aves, me parezca real pero la ulterior reflexión me muestra que soy yo el que vuelve real al objeto
poniendo ingenuamente mí creencia de que
existe. Si el sujeto se abstiene de poner nada, si su creencia queda suspendida, esto es, ni afirmada ni
negada, entonces el objeto se desrealiza
y aparece como simple fenómeno, puro espectáculo, dejando mi vivencia reducida a "contemplación". Mi ingenuidad me hace creer que las cosas son reales pero lo único que hay de realidad es contemplarlas.
¿Dónde reside, pues, el fallo de esta poderosa y brillante argumentación? O como decía el propio Ortega, ¿dónde podemos encontrar la pista del delito que comete el idealismo
(faltando a la verdad, se entiende) al afirmar que la conciencia pura es la
realidad radical?
En mi oír graznar a las cotorras no hay reflexión alguna. "Reflexión" es un hacer de clase diferente a "oír". Por lo pronto, la reflexión es algo que hago luego. Lo cual quiere decir que antes había una cosa: cotorras graznando; y ahora, en mi reflexión, encuentro
otra: mi recuerdo de los
graznidos. En ella, por tanto, no hay graznidos “reales”, sino el recuerdo de esos graznidos desagradables; graznidos
que afortunadamente ahora no estoy oyendo sino solo pensando. En definitiva, que ahora lo que hay es otra cosa. El recuerdo conserva
la realidad de antes pero esa realidad desagradable ya ha sido -o la he sufrido- y no la puedo modificar, es irrevocable: no puedo deshacerla, desrealizarla ni suspenderla.
La “reducción
fenomenológica” no actúa sobre la realidad (las cotorras fastidiándome) sino sobre mi reflexión (el conocimiento que tengo de aquellos graznidos). No puede des-realizar ahora lo que no es sino un recuerdo de algo que ya no está aconteciendo. La “reducción
fenomenológica” tendría sentido si un “acto de conciencia” pudiera reflexionar sobre sí mismo sin tener que convertirse a su vez en conocimiento o recuerdo, es decir, en otra cosa. La realidad de un acto de
conciencia primaria, su ejecutividad (las aves graznando, el dolor de muelas
doliéndome) siempre queda fuera del acto de conciencia refleja.
La conciencia primaria e ingenua a
diferencia de la conciencia refleja no es recuerdo o reflexión sino
encuentro inmediato con las cosas:
las cotorras graznando, la muela doliéndome. No es conocimiento y por lo mismo, en rigor, no es
conciencia. Este término solo sería aplicable a la segunda. Lo curioso, además,
es que mientras un recuerdo o reflexión se está ejecutando, es decir, mientras un
sujeto está recordando o reflexionando, está siendo tan ingenuo para el propio acto reflexivo como lo fue para el
acto de conciencia primario sobre el que ahora reflexiona.
El término “conciencia”
debe ser aislado como un virus nocivo y contagioso (enviado al lazareto, en expresión de Ortega).
Ortega lo explicaba infinitamente mejor por eso voy a transcribir algunos subrayados míos de textos del autor sobre la cuestión:
[La conciencia pura] pretendía ser el nombre de lo positivo, lo dado, lo puesto por sí y no por nuestro pensamiento, pero ha resultado ser todo lo contrario: una mera hipótesis, una construcción de nuestra divina fantasía".
[La conciencia pura] pretendía ser el nombre de lo positivo, lo dado, lo puesto por sí y no por nuestro pensamiento, pero ha resultado ser todo lo contrario: una mera hipótesis, una construcción de nuestra divina fantasía".
No
puede consistir lo dado en nada que el pensamiento encuentre, en su camino
después de comenzar a buscarlo, como
resultado de un proceso intelectual porque “esa realidad primaria” que
entonces encuentra será precisamente resultado de todo ese trabajo y de sus
posiciones en el mejor caso negativas, eliminatorias.
Creer
que suspendiendo la ejecutividad de
una situación primaria, de una “conciencia ingenua”, se ha evitado la posición
que ésta hace, es una doble ingenuidad y un olvido que existe el modo tollendo ponens [“eliminando pones”].
Al
hacerme la ilusión de que quito la posición de mi anterior “conciencia
primaria” no hago sino poner una realidad nueva y fabricada: la “conciencia
suspendida”.
En el momento de partir en la busca de lo que verdaderamente hay, o realidad radical, hay que proceder inversamente: detenerse, no operar hacia delante, no dar un nuevo paso intelectual, sino al revés,
caer en la cuenta de que lo que
verdaderamente hay es eso: un hombre
que busca la realidad pura, lo dado. Por tanto, no algo nuevo, que no
estaba ya ahí y que requiere manipulaciones de “reducción” para ser obtenido,
en rigor, fraguado, sino lo que al comenzar a pensar filosóficamente hay ya, a saber, este propósito
filosófico y todos los motivos antecedentes de él, todo lo que fuerza a ese
hombre a ser filósofo, en suma, la vida.
Lo
“puesto por sí”, lo impuesto al pensamiento del filósofo, es aquello de donde
éste viene, que lo engendra y, por lo mismo, queda a su espalda. El hacer filosófico tiene su verdad en lo
prefilosófico.
El
carácter de la realidad frente al pensamiento consiste en estar ahí ya de
antemano, en preceder al pensamiento. Y el gran descubrimiento que éste puede
hacer es reconocerse como esencialmente secundario y resultado de esa realidad
preexistente y no buscada, mejor aún, de que se pretende huir.
"Detenerse", "no dar pasos" sino "caer en la cuenta" de lo que hay ya: un hombre y aquello que lo empuja a ser, la vida. Estas intuiciones radicales me sedujeron hace ya muchos años, tendría unos 25. Y lo hicieron de tal modo que Ortega se convirtió para mí en maestro y guía. Mucho debo al gran pensador español, tan incomprendido por sus compatriotas. Lo que no podía imaginar entonces es que ese punto de vista y ese modo de pensar me iban a ayudar tanto a afianzar y comprender los regalos que aquel hombre y aquella vida, es decir, mi propia vida me tenían reservados. Sobre esos regalos volveré en otro momento...