El fruto de la nada (IV)

Gante, domingo 6 de septiembre de 2015

Ortega en su ensayo “En torno a Galileo”, refiriéndose a los estadios del pensamiento cristiano, apuntaba que la teología escolástica surgió de la necesidad de integrar la palabra de Dios con una ciencia humana de la palabra divina. En virtud de ese requerimiento, generación tras generación, el papel de la razón fue creciendo dentro de la fe. Y describía ese progreso a través de escenas sucesivas:

Escena primera: San Agustín (siglo V).

San Agustín tenía claro que la razón no puede conocer a Dios por serle absolutamente trascendente. Los conceptos de la filosofía griega, pensados para ser aplicados al mundo natural, no servían de nada. La inspiración cristiana tenía que expresarse usando conceptos nuevos. Había, por tanto, que liberarse de la vieja y archimundana doctrina de los griegos y forjar una ideología original. Pero San Agustín vivía bajo la influencia cultural del platonismo¹ y no supo resistirse a su seducción. El pensamiento de Platón, al hablar también de la existencia de dos mundos, el terrenal y el ultraterreno, podía convertirse en la mejor introducción a la fe cristiana. Ahora bien, mientras que el trasmundo de las ideas platónicas era accesible a la razón, a la realidad absoluta que es Dios no había forma de acceder a través de ella. Por eso era menester que Dios se ocupara en descubrirse al hombre, esto es, en revelarse. El atributo más característico del Dios cristiano será precisamente que se revela. He aquí una de las novedades aportadas por el cristianismo al mundo antiguo: la idea de la revelación. El conocimiento de Dios no parte del hombre, de un sujeto que por su actividad pensante conoce al objeto Dios, sino al revés, es Dios quien se da a conocer al sujeto. Esa extraña manera de conocer en que no es el hombre quien va a buscar la verdad, sino al revés,  la verdad quien va a buscar al hombre es la fe, la fe en Dios².  Pero el calado de tan original idea ¿fue percibido por los pensadores cristianos posteriores? Quiero decir: ¿Supieron sacarle todo el partido a su potencialidad…?




Escena segunda: San Anselmo (siglo XI)

El lema de San Anselmo rezaba así: fides quarens intellectum, la fe busca entender. Comprender los dogmas de la fe es mejor que simplemente creerlos. La razón comienza a encontrar su hueco dentro de la fe. A partir de esta etapa la tentación latente del platonismo³ va a exteriorizarse cada vez con más fuerza poniendo de paso al descubierto un hecho: que el cristiano al echar mano de la razón para aclararse con Dios está reconociendo, acaso sin darse plenamente cuenta de ello, que se siente tan perdido como el resto de los mortales, que la fe, por sí sola, esto es, sin la razón, no parece ser suficiente.

Sin embargo, la propuesta de San Agustín -de seis siglos antes- no era la del razonamiento, la del avance por la vía especulativa sino algo mucho más simple y que poco o nada tiene que ver con la actividad teorizante. Algo al alcance de cualquiera y no solo de los sabios e intelectuales, consistente en mirar el interior de uno mismo, detenerse a contemplar ese ámbito, ese paisaje interior aún virgen, todavía vacío de cualquier clase de pensamiento. San Agustín estaba convencido de que en esa nada en la que aún no habitaba el ser (el ser lo pone el pensamiento), en ese vacío que simplemente acontece, ahí, antes que en cualquier otro "lugar" abstracto moraba la divinidad. De este punto de divergencia radical con la razón griega es de donde tenía –en mi modesta opinión- que haber arrancado o echado a andar la inspiración cristiana. 

Volver a la nada, volcarse totalmente en ella, lleva por una extraña pero segura vía al misterio de Dios.





Escena tercera: Santo Tomás (siglo XIII)

Han pasado dos siglos y ahora es Aristóteles el seductor y Santo Tomás el seducido. La admiración que Santo Tomás siente por la prodigiosa ciencia aristotélica lo convierte en un entusiasta racionalista hasta el punto de considerar a Dios como el ser racional por excelencia y a la Creación como la mejor prueba de su existencia. La situación ha cambiado radicalmente. La contradicción latente alcanza su máxima expresión: se ha pasado de situar a Dios fuera del alcance de la razón a afirmar que Dios es razón. Ahora lo más característico de la divinidad no es tanto su voluntad de revelarse al hombre como la inteligencia, la racionalidad. El Dios cristiano se parece cada vez más al dios de la metafísica pagana de los griegos. El proceso de integración de la razón con la revelación iniciado por San Anselmo en vez de llevar a la prevalencia de esta última ha conducido a la situación contraria: a la primacía aparente de la razón sobre la fe, del paganismo sobre el cristianismo. Superar tan tremenda paradoja constituirá el empeño intelectual de Santo Tomás. Y para lograrlo, el dominico plantea la necesidad de establecer con nitidez la frontera entre fe y razón. Este va a ser el primer paso: determinar el radio de acción de la razón fijándolo al ámbito natural. Lo cual supone conceder que la comprensión racional de la fe solo es posible en parte. Santo Tomás, sin embargo, llama la atención sobre el hecho de que en realidad la mayor parte de los dogmas o verdades referidas al ser divino, a su esencia y atributos resultan perfectamente asequibles a la razón y, por tanto, pueden ser objeto de conocimiento racional. Apoyándose en esta constatación va a fundar su teología natural, a la que considerará filosofía auténtica y para la cual, la revelación constituye el criterio de certeza. Si una doctrina filosófica entra en contradicción o desacuerdo con la verdad revelada, ésta como criterio de verdad será la pista que ponga en guardia contra la falsedad de tal doctrina. Mas una vez denunciado el error, le corresponderá a la razón encontrarlo y repararlo, esto es, sustituirlo por el saber verdadero. El paradójico desnivel o desequilibrio entre fe y razón en favor de la segunda queda ahora compensado por la subordinación de la razón al rango superior de las verdades reveladas.




Santo Tomás establecerá con carácter definitivo que filosofía y teología son ciencias distintas e independientes, que la teología se basa en la revelación divina mientras que la filosofía lo hace en la razón humana. Reconociendo que la inteligencia es un orden separado y radicalmente distinto de la fe salvaguarda la primacía de la fe. Pero entiéndase bien lo que esto implicaba: que la certeza la proporciona la fe no la razón. Por tanto, que el lema de San Anselmo tenía que plegarse ante aquel otro más viejo agustiniano que rezaba: Credo ut intelligam, para conocer es preciso antes creer. Aquí no se negaba la posibilidad del conocimiento divino pero se remarcaba que ese conocimiento reflexivo sobreviene después de la fe, esto es, como algo ya secundario y nunca al revés. Tras ocho siglos se volvía a la situación de partida. Las consecuencias de este hecho no las alcanzó a ver Santo Tomás pero tampoco se harían esperar. Eckhart, Duns Escoto y Ockam serán los encargados  de extraerlas...




¹En realidad, con lo que se “topó” San Agustín fue con el neoplatonismo, es decir, una ideología posterior que se inspiraba en Platón pero tan elaborada que tenía relativamente poco que ver con su pensamiento original.

²Estadios del pensamiento cristiano, Lección X, En torno a Galileo, página 163

³Yo diría mejor “desviación” porque para razonar hay que abandonar, aunque sola sea transitoriamente, la fe.