Las crisis de la meditación (I)

Holanda, sábado 27 de abril de 2019


¿Tiene alguna utilidad meditar, sirve para algo, merece la pena?

Me planteo estas cuestiones porque no doy por sentado que tenga respuestas contundentes, al contrario, lo hago porque me asaltan las dudas. De hecho, me sorprende que no tenga claro qué responder ni por dónde empezar. Esta inesperada indeterminación me "paraliza". Y lo curioso es que me ha pasado antes con otros temas que a priori también daba por zanjados y resueltos. He pensado "tirar" de opiniones de gente supuestamente "experta" en la materia y recabar ideas. Pero también me he dado cuenta de que por ese camino solo voy a obtener conocimiento, no experiencia, lo cual no me satisface. Así que me veo obligado a buscar y llegar a alguna conclusión por mí mismo. Y lo voy a hacer explorando situaciones concretas, momentos de la vida en los que meditar podría tener algún sentido.


Keukenhof, Holanda, sábado 27 de abril de 2019


Así, he reparado en las crisis. Sí, en esas experiencias desagradables por la que todos -o casi todos- tarde o temprano pasamos. Por ejemplo, la crisis de los cuarenta -o los cincuenta-, o las crisis de fe, de pareja, etc. De pronto, me veo rodeado por un material de trabajo abundante. Si bien, también me queda claro que no es forzoso pasar por una crisis para iniciarse en la meditación. De hecho, ese no había sido mi caso: yo comencé a hacerlo en un buen momento -o eso creía- de mi vida: relativamente joven, con buena salud, trabajo, felizmente casado… Como suele decirse, con "salud, dinero y amor". ¿Qué más quería entonces, qué más me faltaba si aparentemente lo tenía todo?

Parto, pues, de dos situaciones opuestas para indagar en la extraña necesidad que tenemos los humanos –o, al menos, algunos humanos- de meditar: la de bonanza y la de crisis. Y voy a decantarme por esta última. Me parece más esclarecedora. Aunque, repito, también podría comenzar por la otra. En realidad, como más adelante se verá, da igual por cual de las dos se comience. 

Lo primero que averiguo es que la clave de la respuesta al para qué reside en el porqué

Pero antes echemos una ojeada, aunque solo sea superficial, a lo que solemos entender por “crisis”. Descartemos aquellas que no vienen al caso, como las colectivas: políticas, económicas, medioambientales, sanitarias... Dejemos también a un lado las desencadenadas por la brusca intensificación de alguna dolencia, psíquica o somática. Y quedémonos solo con las crisis que se pasan en soledad, aquellas de las que nadie se entera, las que no trascienden pero que son también las que más mella nos hacen.

La mayoría comparte los mismos ingredientes:
  • Por ejemplo, el origen o causa: una crisis casi siempre tiene que ver con algo que velada pero machaconamente pugna por manifestarse y amenaza con desestabilizarnos. Un íntimo malestar que no deja de rondarnos.   
  • Por lo mismo, también encontramos el deseo de salir de ella, a ser posible cuanto antes.
  • Y, por último, el ingrediente quizá más importante: el modo de conseguirlo. Lo expreso en singular porque en realidad solo hay uno: cambiar. Si no cambiamos, la crisis se enquista y no podremos sacudírnosla nunca.

Toda crisis verdadera representa la imperiosa e inaplazable necesidad de cambiar, pero no de una forma abstracta y genérica sino muy concreta. En muchos casos, lo que tenga que cambiar será un elemento o factor externo. En estos, la meditación tiene poco recorrido pues lo externo resulta relativamente fácil de identificar y se puede llegar a corregir sin mayores complicaciones. Pero en otros, el factor se encuentra dentro de nosotros, lo cual genera más confusión e incertidumbre.  Precisamente, de la incertidumbre¹ suele brotar la ocurrencia o intención de ponerse a meditar.

Comenzar a practicar ya supone admitir que la clase de cambio que está reclamando nuestra vida es de naturaleza interior, no superficial sino más radical, aunque no todo el mundo tenga el coraje de admitirlo. Quizá por eso, ponerse a meditar sea tan infrecuente.

En definitiva: meditamos porque algo está fallando en nuestra vida. Cuando se trata de algo externo, de fuera, la razón suele bastar. Se pone más racionalidad en ella y el rumbo se consigue enderezar. Pero para esa otra clase de problemas más personales, la cosa se complica, porque la razón ignora lo que nos pasa y no puede ayudarnos. En esos casos en que la razón no sirve, recurrimos a la meditación. Este hecho nos sirve de paso para aclarar algo interesante: meditar no es razonar

Hay muchas maneras de meditar. Cada cual tiene que encontrar la suya, aquella que mejor le venga. No es intención de esta entrada ocuparse de los métodos de meditación. Sería una tarea bastante engorrosa. Ahora bien, escoger un método con garantías es fundamental. A mí, el que me ha venido mejor con los años es el ofrecido por el Zen, pero tampoco me atrevería, sin más, a recomendarlo a todo el mundo.

Dejando, pues, a un lado la elección del método, me gustaría para finalizar esta primera entrada dar mi opinión sobre algo que, tarde o temprano -en realidad más bien tarde-, surge de la propia práctica. Me refiero a las crisis de la meditación. Las crisis de las que acaba brotando la pregunta paralizante que se planteaba al principio y que tanto cuesta responder.

Echemos un vistazo a este proceso. Y como si de un drama se tratara -de hecho, lo es-, dividámoslo en varios actos. 

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¹Admitamos que el interés inicial por la meditación suele ser egocéntrico. Probamos a meditar porque buscamos "certidumbre", es decir, seguridad. Lo paradójico del caso será comprobar que entre los frutos de la meditación no se halla la certidumbre.  




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