Palermo, 6 de agosto 2019 |
“¿Y yo aquí qué pinto, qué hago en medio de este desierto?”
Con esta pregunta comienza el tercer acto, apuntamos en la entrada anterior. Y con ella, vuelve a levantarse el muro y aparecer la desagradable sensación de vértigo que siempre lo acompaña. Pero al chocarnos con él, algo despierta y nos llama a seguir y dejarnos llevar.
Pablo d’Ors en su
Biografía del Silencio hace alusión a lo mismo cuando escribe: “uno nunca puede estar seguro de haber oído realmente [esa llamada], pero si de hecho
enmudece y escucha con regularidad es
que probablemente la ha oído. De no ser así, no encontraríamos las fuerzas para enmudecer y escuchar”.
“Encontrar las fuerzas...” La cita trae a mi memoria la respuesta dada por el roshi Koyama Shikei (maestro de Pedro Vidal) a un misionero católico español oriundo de Japón, Alberto de Mingo. Fue durante una charla
informal que mantuvieron en una cafetería de Tokio y que el clérigo recogió en un artículo publicado en la Revista El
Ciervo.
En ella comentaba: "los cristianos creemos que el camino se recorre con la gracia, es decir, con la continua ayuda de Dios. El zen, en cambio, enseña que se logra "yi-riki", es decir, por el propio esfuerzo”. Pero el maestro Koyama apostilló: "sí pero en el fondo es "ta-riki", por la fuerza de otro. Ponemos todo de nuestra parte pero la fuerza viene de otro. No es "yi-riki" sino "ta-riki".
En ella comentaba: "los cristianos creemos que el camino se recorre con la gracia, es decir, con la continua ayuda de Dios. El zen, en cambio, enseña que se logra "yi-riki", es decir, por el propio esfuerzo”. Pero el maestro Koyama apostilló: "sí pero en el fondo es "ta-riki", por la fuerza de otro. Ponemos todo de nuestra parte pero la fuerza viene de otro. No es "yi-riki" sino "ta-riki".
En el tercer acto, la fuerza para
meditar viene de otro. En esta
etapa se medita sin intención ni
propósito, se medita “ta-riki”.
Pero vayamos por partes.
“Sin propósito” también incluye la desgana, la apatía e incluso el fastidio. Esta crisis se hace sentir a través del hastío y el tedio. Además, representa un punto de inflexión. Por varios motivos: en primer lugar, porque en adelante no se puede avanzar si no se da algo más pero también porque a partir de ahora todo es descenso.
Dejarse llevar es confiar
Ese algo más que ha de darse es confianza. Sin ella no se puede avanzar porque el tramo del camino que resta se hace a oscuras. Confiar es dejarse llevar en la negrura.
Si nos atrevemos y no nos aferramos a nada, sentiremos que descendemos y no de cualquier manera sino en caída libre. Hasta tocar fondo. Solo cuando se llega a este punto, se alcanza la estabilidad.
La vida florece con la estabilidad. Sin ella no pasa de ser combate, pugna, supervivencia.
La vida es la verdad. El fruto de la nada es la verdad. No la verdad pensada sino la verdad pasando, aconteciendo fuera del pensamiento (me vienen a la memoria lo que escribí sobre Heráclito y la nada en 2015, véase la entrada "El fruto de la nada (I)", entonces nombré también a dos de esos frutos: la apertura y la libertad).
La partida es retorno
Increíble: después de un viaje tan largo resulta que se acaba en el punto de partida. Ese es el resultado de la meditación. Meditar nos va acercando a la vida. Cuando lo logramos nos sentimos salvados.
La meditación ayuda a salir del ensimismamiento y romper las ataduras que nos impiden hacerlo. El rompimiento de las ataduras lleva su tiempo. Hay que aprender a esperar. La meditación es una buena manera de hacerlo. El pescador que sabe esperar siempre encuentra la mar en calma, reza un proverbio zen. Quizá no sea la única ni la mejor. Quizá… pero es una manera segura.
Entre tanto, el pequeño yo siente miedo porque teme perder el control, de ahí que reaccione del modo en que lo hace: blindándose, levantando un impenetrable muro de contención. En ocasiones he
reemplazado la imagen del “muro” por la de un precipicio o
acantilado. La verticalidad de ese lindero o frontera mental produce un vértigo aterrador.
Frente a tal efecto, que no deja de ser una ilusión, solo cabe la apertura, la salida del ensimismamiento. Hasta que no se produzca, nuestra identidad verdadera, la viviente, seguirá “gimiendo con dolores de parto”, empujando para ser alumbrada. Este sería para mí el significado riguroso del término "iluminación": salir a la luz, ser parido, alumbramiento.
El destino de nuestro verdadero yo depende de su alumbramiento. De no conseguirlo, quedará para siempre como un muñón de sí mismo, algo que consiste en lo que le falta. Una vocación frustrada. [Cuando sobrevenga la muerte física, la muerte biológica, qué pasará con esa vocación que no logró realizarse...]
Este tercer acto es, por tanto, crisis. Crisis con mayúsculas, es decir, crisis terrible. La peor de todas las que hemos descrito. Los místicos cristianos hablan
de la noche oscura. El Zen, de la Gran Muerte. Pero se trata también de un nuevo comienzo, una dichosa ventura o aventura. Una Resurrección.
No perdamos, pues, la esperanza. "En la noche de pinos, la luna brilla...", reza otro adagio zen. Sigamos adelante. Perseveremos. La vida consiste en eso, en movimiento. Si te paras, si no maduras, la parte de ti que lo hace no da fruto... y muere.
No perdamos, pues, la esperanza. "En la noche de pinos, la luna brilla...", reza otro adagio zen. Sigamos adelante. Perseveremos. La vida consiste en eso, en movimiento. Si te paras, si no maduras, la parte de ti que lo hace no da fruto... y muere.
Dije en la primera de estas tres últimas entradas del blog que quería decir algo sobre la meditación. Contaba con dos tipos de material para hacerlo. La situación de crisis y la situación de éxito y bonanza. Opté por la primera. Ahora quizá se pueda entender mejor por qué: puedes partir de una u otra pero al final siempre te topas con una parada obligatoria: la crisis de la propia meditación. ¿Cómo se sale de ella? Me propuse explicarlo. Aunque en el fondo, supe desde el principio que solo había una manera: seguir meditando.
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