Éfeso, 22 de febrero de 2020 |
Llevo desde marzo junto a mi familia en casa. El motivo, de sobra conocido, obvia las explicaciones.
Muchas han sido las lecturas o relecturas durante tantas horas de forzosa inactividad. Una de ellas la dediqué a mi admirado maestro Eckhart echando mano de un texto ("El fruto de la nada") al que ya me referí en la sección o página de este blog "Libros". Lo que traigo aquí es la elaboración propia de uno de sus sermones.
Pero antes, repaso mi manual de cabecera de Historia de la Filosofía (ver también la sección "Libros"). Busco el capítulo dedicado a Eckhart. El autor (Julián Marías) resalta la importancia de Eckhart en la historia del pensamiento occidental y su notable influjo en la Edad Moderna, de la que lo considera uno de sus más importantes precursores, precisamente por la deuda intelectual que tienen con él pensadores como Nicolás de Cusa, Spinoza, Leibniz y hasta el propio Hegel. Y por supuesto, la influencia directa sobre los místicos alemanes, franceses y españoles de los siglos XIV, XV y XVI. Buena parte de lo que se dice en el texto se toma de Xabier Zubiri. Pero la indagación más penetrante de Eckhart la he encontrado en los representantes de la Escuela de Kioto. Digo esto porque quizá añada algún comentario al sermón de Eckhart, apoyándome en las aportaciones de estos pensadores japoneses.
SERMÓN DEL MAESTRO ECKHART SOBRE LA VIRGINIDAD DEL ALMA
“Nuestro Señor Jesucristo subió a una ciudadela y fue recibido por una virgen…” (Lc 10,38)
[Se refiere a la aldea de Betania, la virgen es Marta]
Más de una vez he dicho que en el alma hay una potencia que es completamente espiritual y que Dios se halla en esa potencia como es en sí mismo, con toda la alegría y gloria. Alegría y gloria tan cordial e indescriptible que nadie sabe hablar de ella con propiedad. Allí, el Padre eterno engendra a su Hijo eterno sin cesar.
[Imaginad] el hombre más rico del mundo [y que] ese hombre renuncia a toda su riqueza a cambio del amor de Dios [y que además] Dios le diera todo el sufrimiento como nunca se lo ha dado a nadie y él lo sufriera completamente hasta la muerte.
Si Dios a cambio permitiera a ese hombre por una sola vez contemplar cómo está en esa potencia, sería tan grande su alegría que todo su sufrimiento y pobreza habrían sido demasiado poco. Incluso si Dios no le concediera el reino de los cielos, la recompensa habría sido muy grande.
Hay todavía otra potencia, igual de espiritual, en la que Dios luce y arde con todo su reino. En esa potencia hay una alegría y una delicia tan grandes que nadie es capaz de explicar ni revelar. Si hubiera un hombre que por un instante mirara la delicia y la alegría que hay en su interior, todo el sufrimiento que pudiera padecer le sería bien poca cosa, incluso le sería una alegría y un descanso.
En el espíritu, pues, hay una potencia. A veces, la he llamado custodia; otras he dicho que es una luz y otras que es una centella. Pero ahora digo que es libre de todo nombre y desnuda de toda forma, totalmente libre y vacía como vacío y libre es Dios en sí mismo. Es tan completamente una y simple como uno y simple es Dios, de manera que no se puede mirar en su interior.
Dios se halla dentro de esa potencia. En esa potencia el Padre engendra a su Hijo unigénito, de forma tan verdadera como en sí mismo, pues él verdaderamente vive en esa potencia.
Mirad y atended a esto. Me refiero ahora a una ciudadela en el alma que es en tal forma una y simple y está tan por encima de todo modo que la noble potencia de la que os he hablado no es digna de echar una mirada en su interior, ni siguiera una sola vez. Tampoco la otra potencia, en la que Dios brilla y arde con todo su reino, se atreve a mirar nunca en su interior. Ni siquiera Dios puede mirar en su interior. ¡Esto es tan totalmente cierto y verdad como que Dios vive! Dios, en tanto que es según el modo y propiedad de sus personas, no se asoma allí ni por un solo instante, ni jamás ha mirado en su interior. Esto es fácil de observar, pues ese único uno es sin modo ni propiedades.
Por eso, si Dios quiere asomarse alguna vez a su interior, le costará necesariamente todos sus nombres divinos y sus atributos personales. Si quiere echar una mirada a su interior, es necesario que lo deje absolutamente todo fuera. En la medida que es un uno simple, sin modo ni propiedad, allí no es ni Padre, ni Hijo, ni Espíritu Santo; y, sin embargo, es un algo, que no es ni esto ni lo otro.
En la medida que Dios es uno y simple se aloja en ese uno que llamo "una ciudadela en el alma" y si no es así, no puede entrar allí de ninguna manera; solo así penetra y se halla en su interior. Esa es la parte por la que el alma es igual a Dios y ninguna otra.
Lo que os he dicho es verdad, pongo a la verdad por testigo ante vosotros y a mi alma como prenda.
Que Dios nos ayude a ser una ciudadela a la que Jesús suba y sea recibido y permanezca eternamente en nosotros en la manera que os acabo de decir. Amén.
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