|
[Palabras o ideas "clave": ingenuidad; identificación con = reconocimiento en; evidencia, experiencia]
De la ingenuidad brotan espontáneamente la empatía y la compasión. Conviene, no obstante, hacer alguna matización.
La RAE define la “empatía” como un sentimiento de identificación con algo o con alguien o la capacidad de compartir sus sentimientos. Y a la “compasión” como los sentimientos de pena, de ternura y también de identificación ante los males de alguien.
Empatía y compasión tienen, por tanto, algo en común: la identificación; con las cosas o las personas. Pero no debe olvidarse que el yo al identificarse con las cosas no se vuelve como ellas, simplemente se reconoce en ellas, a través de ellas. Identificación" equivale a "reconocimiento". Un yo ingenuo se encuentra y reconoce a sí mismo en las cosas y con ellas.
En una entrada anterior hicimos referencia a la evidencia de lo justo, la cual -decíamos- se obtiene directamente de la experiencia. Pues bien, aquella evidencia tiene que ver con la identificación. Voy a tratar de ser más explícito:
En virtud de la evidencia de lo justo, admitimos o creemos lo verdadero y rechazamos o negamos lo falso; de la misma manera que amamos lo bueno y odiamos lo malo.
Lo verdadero ofrece la oportunidad de reconocernos a nosotros mismo cuando lo afirmamos y admitimos. Y lo falso, cuando lo negamos y rechazamos. Lo mismo ocurre cuando amamos y nos agrada lo bueno y odiamos y nos desagrada lo malo.
Decíamos también que la experiencia es previa al pensamiento; que en ella, el acto de pensar aún no se había ejecutado. En la experiencia, sensu stricto, no hay conciencia, o solo aquella que llamamos ingenuidad.
Según Franz Brentano, sabemos lo que es bueno o malo “por unas experiencias de amor u odio justos”. Este enfoque choca
con la Teoría de los Valores, desarrollada precisamente por discípulos suyos, según la cual la moral está fundada objetivamente. Sin
embargo, no es seguro que Brentano respaldara tal posición.
En una carta¹ que este autor dirige al editor de su ensayo “El
origen del conocimiento moral”, desea aclararle lo que considera que había sido siempre su enseñanza y es que
“por referencia a experiencias de un
amor y preferencia caracterizados como correctos, se puede poner en claro el
sentido de la palabra “correcto” en el campo del sentimiento”.
Y añade,
“Su fe [se refiere a la del editor]
en la existencia de lo bueno, con lo que el sentimiento habría de
encontrarse en una “adaequatio”, es para mí cosa incomprensible”.
Como el estilo quizá resulte un tanto alambicado, yo -si no lo he entendido mal- me atrevería a expresarlo de este otro modo más simple:
Sin la experiencia de un amor o preferencia correctos, el sentido de la palabra “correcto” aplicada al sentimiento no está claro (no sería evidente), como tampoco lo está la "existencia" de lo bueno.
Según esto, creer en la existencia de lo bueno es irracional (incomprensible). Lo racional es admitir la existencia del amor justo basándose en la experiencia.
Solo cuando amamos algo con un amor justo sabemos que es bueno.
En suma: algo que merece ser amado por un amor justo es bueno. Algo que no merece ser amado por un amor justo no lo es. El amor justo vuelve buenas las cosas, no el "supuesto" valor de ellas.
La moral -o la ética, como gusta decirse ahora- no puede fundarse en sentimientos (subjetivismo) pero tampoco en valores "objetivos". Esto no despoja, en absoluto, de objetividad al conocimiento moral. El conocimiento es objetivo pero está fundado en la experiencia. A esto se refería el pensador vienés cuando hablaba del punto de vista empírico (no al empirismo filosófico).
Puntualizaciones como estas pueden parecer que no vienen a cuento pero nada más lejos de la realidad. No obstante, dejémoslas aquí de momento y volvamos a nuestro asunto.
Los Coloraos, Desierto de Gorafe (Granada), norte de Sierra Nevada, octubre 2020 |
El hecho ha sido mil veces constatado porque ha ocurrido siempre: la ingenuidad convertida en víctima propicia del engaño. El ejemplo más emblemático -y no por casualidad- se encuentra en Génesis.
Este libro hace mención a un lugar donde reinaba la confianza. Lo llama el Jardín de Edén. Y en tan idílico² sitio planta a la humanidad en su estado original.
En Edén había dos árboles majestuosos. Uno era el Árbol de la Vida y su fruto, la confianza. El otro, el Árbol de la Ciencia (o conocimiento) y su fruto, más vistoso y apetitoso, la seguridad. El árbol de la ciencia se situaba en el mismo centro del jardín, la posición más luminosa.
Objetivamente, la condición humana en su estado original podía aún mejorarse: podía ser como la de los dioses, los cuales no necesitan para nada la confianza ya que poseen algo más valioso: la seguridad.
La astuta serpiente sedujo al ingenuo ser humano ofreciéndole ser como los dioses. Y el ser humano comió del fruto prohibido. Inmediatamente, la humanidad supo por primera vez que su destino era morir. La preciada seguridad recién adquirida se convirtió, paradójicamente, en terrible inseguridad, la cual no consiste en otra cosa que en vulnerabilidad.
Vulnerable solo puede ser alguien que está vivo. Los dioses son invulnerables porque no están vivos. Lo que ofreció la serpiente no fue un don sino la maldición de los dioses: la muerte.
Seguridad equivale a no tener nada que perder. De ahí que los muertos sean los únicos que, en rigor, la poseen. Pero el ser humano sí que tiene algo muy valioso que perder: la vida.
La vida, el don supremo, nunca ha pertenecido a los dioses. La vida solo pertenece a la Vida. Ella es el don supremo. Y no es que Dios de la vida sino, más bien, que Dios se da con la vida y en ella. La Vida es Dios y Dios -el único y verdadero- la Vida.
Viviendo se es Dios porque se está en Dios, aunque no tengamos -a causa del engaño original, que nos emponzoñó con el miedo a la muerte- plena conciencia de ello. Todo lo que no es vida, proviene de la serpiente. Es decir, del engaño original. Es decir, de la muerte. Es muerte.
Estar seguro conlleva, paradójicamente, la más terrible de las incertidumbres, la más espantosa inseguridad que cabe imaginar: saber que se ha de morir. Y de esta forma irreversible, la muerte entró a formar parte de la historia humana. Los seres humanos no se han sentido seguros nunca como tampoco han dejado un instante de desearlo. No ha habido engaño más terrible ni más efectivo en toda la historia de la humanidad. Contarlo convierte al Génesis en uno de los libros más extraordinarios y geniales -si no el que más- que se han escrito jamás.
La ingenuidad -como acabamos de constatar- no inmuniza contra el engaño. De hecho, quedarse instalado en ella nos hace vulnerables a la trampa, al timo, al abuso, a la inocentada. La ingenuidad ha de volverse enérgica y para ello tiene que cultivarse. De lo contrario, degenera en estupidez.
Muy bien pero cómo se hace eso. Cómo se practica la
ingenuidad en medio de una existencia tan peligrosa como la nuestra, cómo se cultiva después de haber sido expulsados del
paraíso.
La experiencia, la evidencia de lo justo y el amor justo son las tres guías que necesitamos. Las tres representan los pilares de un discernimiento que se adquiere directamente de la confianza en la vida. De ahí que hablemos de una ingenuidad cultivada, es decir, activa, enérgica, práctica. Lo contrario -repito- es la estupidez y la ensoñación.
_________________________________________________________________
¹Cita que menciona Juan Miguel Palacios en su Estudio Preliminar del ensayo (pág XXIII; Editorial Tecnos - Clásicos del Pensamiento, 2002).
²Muy probablemente, el término "idílico" proceda precisamente del nombre "Edén".
Comentarios
Publicar un comentario