Kencho-ji, templo Zen Rinzai, Kamakura, lunes 7 de agosto 2023 |
[Retomo la publicación de entradas después de una larga pausa de casi dos años. Me ha animado a ello la lectura de un ensayo de Byung-Chul Han de 2023. Me refiero a su "Vida contemplativa. Elogio de la inactividad".
Lo que irá apareciendo son apuntes y subrayados míos del estimulante e inspirador trabajo de este autor. He procurado extraer y resumir las ideas que me han parecido más útiles. Otras muchas, han tenido que quedarse fuera. Nada de lo que reflejo me pertenece salvo la síntesis y el ordenamiento de dichas ideas. Insisto: tan solo recojo subrayados y apuntes del ensayo. En ocasiones empleo términos diferentes, más asequibles para mí pero que vienen a significar lo mismo que los empleados por el autor. En el apartado "Libros" de este blog, por último, añadiré alguna reseña sobre el texto.]
Los nombres de la inactividad
La primera parte del ensayo se nos presenta bajo el epígrafe Consideraciones sobre la inactividad y es de lo que trata esta primera entrada.
Vivimos en una sociedad de la actividad, la cual nos
hace percibir la vida en términos de trabajo. Vida intensa
equivale a más rendimiento o más consumo. De ahí que la inactividad nos parezca una forma de incompetencia, de inutilidad o ineptitud. En suma, de incapacidad
para la actividad o su rechazo.
A la inactividad solemos llamarla “tiempo libre”, útil porque sirve para descansar del trabajo pero que no deja de tener un carácter funcional dentro
de la producción. El tiempo realmente libre no pertenece al orden
del trabajo y lo que llamamos “tiempo libre” no es verdaderamente libre, vivo sino, más bien, un tiempo muerto.
La inactividad consiste en una competencia o talento auténtico y posee su propia
estructura lógica y conciencia del presente. No se trata de una forma de debilidad sino de
intensidad, de esplendor de la existencia humana. Pero hoy
esa riqueza ha ido difuminándose hasta volverse una forma vacía de
actividad.
La intensidad vital de la improductiva inactividad es compartida también por la fiesta y el lujo.
Lo que caracteriza a la fiesta es el reposo contemplativo, reposar de la actividad, aunque la sociedad del trabajo y la producción la convierta en eventos y
espectáculos, es decir, en mercancía. En
el sabbat hebreo no está
permitido proseguir con ningún negocio. El sabbat eleva el reposo no
productivo a la condición sagrada.
Lujoso es lo que se sale (se luxa) de lo necesario, lo que
se desvía de las necesidades de la pura vida. Sin lujo, la vida degenera en supervivencia.
El trabajo y el rendimiento pertenecen al orden de la supervivencia.
El lujo es improductivo, poco útil y práctico. Sin embargo,
para Theodor W. Adorno, representa el símbolo de la felicidad. El lujo de la
inactividad reside en un hacer pero para nada. Este para-nada
libre de toda finalidad y utilidad es la esencia de la felicidad.
El ayuno y el ascetismo son dos formas de lujo que se
disocian de la vida como supervivencia, de su urgencia y sus necesidades. Ambos
destacan por el reposo contemplativo. El ayuno voluntario renueva la vida,
devolviéndole su vivacidad y esplendor, al reactivar los sentidos [a través del poder del hambre aunque no exclusivamente]. El ayuno por
mandato de la salud, en cambio, se pone al servicio de la supervivencia.
La verdad y el tiempo
La inactividad ritual o voluntaria no es otra cosa que ayuno espiritual y de ella proviene el efecto curativo de este. El “don de estar a la escucha” presupone pasividad e inactividad.
Divisar la verdad requiere tiempo. En una época de prisas, cortoplacista y corta de miras como la nuestra, en la que toda necesidad debe ser satisfecha de inmediato, no tenemos paciencia para una espera en la que algo pueda madurar lentamente. Lo único que cuenta es el efecto a corto plazo, el éxito veloz. Poco a poco vamos perdiendo el acceso a la realidad, la cual solo se revela a una acción contemplativa.
Puerta sin puertas del templo Kencho-ji, Kamakura |
La actividad es estimulante pero el exceso de actividad conduce al aburrimiento cuando el estímulo disminuye o cesa. De ahí que cada vez soportemos menos el tedio [el tiempo que pasa sin actividad], echando a perder la capacidad de tener experiencias.
La persona contemplativa, vista desde fuera, está inactiva pero su inactividad es la condición que hace posible la experiencia. La espera es la postura mental de quien está inactivo y contemplativo. A él se revela una realidad a la que no tiene acceso ninguna actividad, ninguna acción. La espera a la que nos referimos comienza cuando no hay nada que esperar, ni siquiera el fin de la espera. La espera que no espera nada queda abierta al acontecer inconsciente [= sin sujeto, véase más adelante].
El no-saber reaviva la vida
La decidida voluntad de saber no alcanza lo más íntimo y profundo de la vida. Más bien paraliza la vitalidad. El saber [= conocimiento] no puede reflejar la vida completamente. La vida completamente consciente es una vida muerta. Lo viviente no es transparente para sí mismo. El no-saber, como forma de inactividad, reaviva a la vida.
Con frecuencia, la voluntad nos vuelve ciegos frente a lo
que acontece. En cambio, el carácter no intencionado e involuntario nos
vuelve clarividentes, da claridad al acontecer, al ser que
antecede tanto a la voluntad como a la conciencia.
Quien está realmente inactivo no se afirma a sí mismo. Se desprende de su nombre y se vuelve nadie. Sin nombre ni propósito, se entrega a lo que acontece.
Roland Barthes se refiere a la inactividad, que
él llama “pereza”, como “situación en la que el sujeto está casi privado de su
naturaleza en cuanto sujeto”. Las actividades y las acciones constituyen al
sujeto. Un sujeto inactivo sería un contrasentido. Sujeto y acción se
suponen mutuamente. En la inactividad, el sujeto renuncia a sí mismo. Se
entrega a lo que sucede. Cada acción, cada actividad se suspende en
favor de un acontecer sin sujeto.
La inactividad no es contraria a la actividad. De
hecho, la actividad se nutre de la inactividad. Sin ella, no sucede
nada. La dialéctica de la inactividad la transforma en un umbral, en una
zona de indeterminación que nos capacita para producir algo que no ha
existido nunca todavía. W. Benjamin afirmaba que el tedio es el umbral
de grandes hechos.
Los hombres inventivos -afirmaba Nietzsche- viven de un
modo completamente distinto al de los hombres activos; precisan tiempo
para que se despliegue su actividad por sendas nuevas y se mueven mucho más a
tientas que los que recorren caminos conocidos y los que actúan, por ejemplo,
por utilidad. Los activos creadores se distinguen de los activos útiles en que
hacen, pero para nada. Este hacer-para-nada, esta parte de
inactividad en la actividad es la que facilita que surja algo completamente
distinto, algo que aún no existe.
Hacer el silencio
Un ejemplo lo tenemos con el silencio. No tener nada que
decir es la condición para que se configure algo que merezca ser dicho.
Solo el silencio nos vuelve capaces de decir algo inaudito. Cuando la
obligación de producir se apodera del lenguaje, este se pone en modo trabajo. El lenguaje se degrada a portador de información, a medio de comunicación. La
información es la forma de actividad que tiene el lenguaje. La poesía,
en cambio, suspende el lenguaje entendido como información para ponerlo en modo
contemplación. De este modo, la lengua desactivada de sus funciones
comunicativas e informativas, descansa en sí misma, contempla su potencia de
decir y se abre a un nuevo posible uso.
La pérdida de la capacidad contemplativa repercute sobre
nuestra relación con el lenguaje. Cuando este se limite a funcionar y producir
información pierde todo su esplendor. La crisis actual de la literatura, según
el escritor francés Michel Butor, se debe precisamente a la comunicación. El
ruido de la comunicación destruye el silencio y la capacidad contemplativa del
lenguaje. Con ello, sus posibilidades de expresión nuevas se cierran.
La vida se pertenece y se basta a sí misma, se refiere a sí
misma y se basa en sí misma. La vida en modo contemplativo, a diferencia
de la vida productiva y que funciona, se encuentra consigo misma y se
contempla a sí misma. Llega hasta su inmanencia profunda. Solo la
inactividad nos inicia en el misterio, en la secreta razón de ser de la vida.
Solo en la inactividad nos percatamos del suelo sobre el que pisamos y del
espacio en el que nos hallamos.
El paisaje que se nos abre con la inactividad, el paisaje de la inactividad, no tiene fronteras
divisorias. Es un paisaje que se contempla sin conocimiento, se mira sin conocimiento [=inconsciente, sin sujeto].
La contemplación es una potencia que no
actúa. Se trata de un “estado diferente” en el que se
anula las separaciones que aíslan las cosas entre sí. Las cosas se
reconcilian unidas. “Todo junto” es la fórmula de la reconciliación. En el paisaje
de la inactividad las cosas se desposan, nada se disocia de lo otro. Nada
se aferra a sí mismo. Las divisiones
tajantes y los contrastes fuertes son fenómenos de superficie. En los estratos
profundos del ser son superados.
Los propósitos y los juicios humanos destruyen la continuidad
del ser. El pintor Cézanne comenta sobre la tarea del pintor: “toda su
voluntad ha de ser de silencio. Debe hacer callar en él todas las voces de los
prejuicios, olvidar, olvidar, hacer el silencio, ser su eco perfecto. Entonces,
todo el paisaje se inscribirá en su placa sensible”. Hacer desaparecer al yo
ruidoso con su voluntad, con sus propósitos y su inclinación. Para
Cézanne, en esto consiste hacer el silencio.
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