Una historia sobre plantas (I).

 

Miércoles 10 de diciembre, 2025

El geranio

Me encantan los geranios. Mi afición por ellos se remonta a la infancia. Tendría seis años cuando mi familia se mudó a vivir a Murcia. Venía de Melilla, dejando atrás un hogar con alegres y animados balcones que miraban al mar. Recuerdo a mi madre nada más llegar a la nueva casa, saliendo a la terraza. Y puedo imaginar ahora la decepción que la vista debió ocasionarle. No halló mar, ni puerto, ni remota posibilidad de entretenimiento contemplando los barcos que entraban y salían por su bocana. Solo había coches aparcados y la humilde fachada del edificio de enfrente. Pero no dejó que aquella añoranza y pesadumbre la dominaran. Al contrario, en cuanto nos asentamos en la casa, se apresuró a engalanar aquel pequeño espacio abierto que nos aportaba aire y luz. Y no se le ocurrió manera mejor de hacerlo que comprando unos tiestos, pintarlos de amarillo, acaso porque ese color le traía a la memoria la dorada arena de las playas de Melilla, y rematar su obra con unas pinceladas sueltas de verde, rojo y azul. A mí, aquellos ondulantes trazos verticales me parecían de fuego, como chispazos mágicos para cualquier cosa que allí se plantara. Sin embargo, al constatar la modesta y exigua apariencia de los esquejes que mi madre había reunido, prevalecieron las dudas. También recuerdo que no pude resistirme a pasar la yema de mis pequeños dedos por la superficie sedosa de las hojas y llevarlas a mi nariz. Y que fue entonces cuando me enamoré de su intensa fragancia.

Después de tan interesante experiencia, me olvidé de las pintorescas macetas y de los tallos raquíticos que albergaban. Solo reparaba en su presencia ocasionalmente, cuando mi madre salía a la terraza para regarlos. Nada presagiaba aun el prodigio que se iba consumar. 

Todavía tendrían que pasar algunas semanas para que aquellas promesas de geranio comenzaran a hacerse realidad. Pero al final se materializó el milagro: los esquejes reverdecieron y, poco a poco, se fueron llenando de hojas. Al principio diminutas, luego cada vez más anchas y redondas. Y volví a restregar mis dedos por ellas, quería comprobar que persistía aquel encantador aroma.

No hizo falta esperar a la primavera. El sol se adelantó, e inundando al mediodía la terraza de luz, cubrió aquellos tiestos con racimos de florecillas rojo carmesí.



El recuerdo de aquella experiencia de mi infancia en Murcia siempre me ha acompañado. He intentado revivirla cultivando geranios en varias ocasiones. Siempre sin éxito. Los adquiría en viveros, me aseguraba de que recibieran todos los cuidados —luz solar abundante, riego justo...— pero a las pocas semanas, aparecían unos gusanos y los devoraban.  Cuanto más los cuidaba, más pronto se presentaban. Una inofensiva mariposa, al parecer foránea, embriagada por la fragancia de las hojas, sembraba en ellos sus diminutos huevos.

Probé múltiples recetas pero no había manera. Así hasta hace unos pocos años, en que por fin di con un remedio eficaz. Bastaba con pulverizar las hojas con un poco de insecticida diluido en agua. Y de la maldita oruga taladradora de tallos, no quedó ni rastro.

Ahora no solo los disfruto. También aprendo de ellos y sus necesidades. Ver cómo responden a mis cuidados es un espectáculo. Sobre todo, si empleo paciencia. En una ocasión, a la vuelta del verano, estuve a punto de desechar algunos. Estaban agotados y de su esplendor reciente apenas quedaba nada. Pero mi hijo menor, adivinando mis intenciones, me disuadió. Recuerdo que me dijo: “déjalos así, dales una oportunidad, y si no responden, los sustituyes”. Así que decidí hacerle caso y dejé los geranios en paz. Para mi sorpresa, a las pocas semanas, los geranios más languidecientes habían recuperado todo su vigor. Lo que yo había interpretado como debilidad, era en realidad el descanso que necesitaban para poder volver con más vigor y fuerza.

En otro momento, lo que hice fue cortar las ramitas más feas y meterlas en un recipiente con agua. Al cabo de un par de semanas, quizá menos, las volví a plantar. Y para mi sorpresa, ¡agarraron! No mucho tiempo después, lucían con el mismo buen aspecto que las demás. Entonces, me acordé de mi madre. Y de los esquejes murcianos en aquellos coloreados tiestos de barro, testigos de una etapa nueva que por entonces se abría paso en nuestras vidas. Una etapa que nos haría casi olvidar las playas de dorada arena de nuestra entrañable Melilla. Casi...



 

 

 


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